Anales de la RANM

182 A N A L E S R A N M R E V I S T A F U N D A D A E N 1 8 7 9 LAS MUJERES EN LA CIENCIA Y EN LAS ACADEMIAS María del Carmen Maroto Vela An RANM · Año 2018 · número 135 (02) · páginas 178 a 183 veniente que caminaran de la mano, de forma conjun- ta, Pero nunca considerarlas intercambiables. El concepto de empoderamiento comenzó en el año 1960, con Paulo Freire como empowerman , sin ningún carácter especial de género. Su filosofía se encontraba en el enfoque de educación popular, y se consideraba como un proceso en el que se aumentaba la fortaleza espiritual de los individuos en las comunidades, en te- mas tales como la política diaria, así como la confianza en la propia capacidad del individuo. En realidad, abar- caría desde la sociología y filosofía, hasta la industria editorial y comercial, o las ciencias de la motivación. En 1985 Down amplió las ideas y consideró el concep- to como empoderamiento femenino, Pero fue en 1995, en la Conferencia Mundial de la Mujer, celebrada en Pekín, donde se fijaron las bases de dicho concepto, en el que predominaba el de autonomía. Se afirmó la necesidad de saber hacer (conocimientos, habilidades, destrezas, etc.); querer hacer (motivación y autoesti- ma); y, por supuesto la necesidad de disponer de re- cursos económicos. Es decir, se sentaban unos princi- pios totalmente lógicos y asumibles. El único proble- ma que se puede plantear se encuentra, pienso, en el propio concepto de “poder”. Sobre todo si se confunde la palabra con la posibilidad de dominio sobre algo o alguien, y si se puede radicalizar. En cualquiera de los casos, no nos engañemos. El hecho está ahí, y conozco muchos grupos de mujeres sensatas e intelectuales que aceptan sus bases, si éstas se encuentran dentro de la moderación que proporciona la inteligencia. Soluciones aportadas de forma individual Creo que todas las mujeres pueden llevar a cabo de forma independiente, con la palabra e incluso con el ejemplo, acciones capaces de mejorar la situación de otras muje- res, Traigo ideas de Virginia Woolf, escritora inglesa per- teneciente al famoso grupo de Bloomsbury (en el que se encontraban, entre otros, Gerald Brenan y el filósofo Ber- trand Russel). Esta mujer, bipolar, depresiva, se suicidó “dejándose ahogar”, (como lo hizo Alfonsina Storni), me- tiéndose piedras en los bolsillos mientras se introducía lentamente en el río Ouse. Escribió un pequeño libro lla- mado “Una habitación propia” (7), en el que cuenta cómo sus alumnas le preguntaban qué debía hacer una mujer para escribir novelas. Y ella contestaba de forma simple: Tener independencia económica (que es fácil entender) y personal (ella lo describía como una habitación íntima, recóndita, en la cual la mujer se pudiera retirar, a sentirse ella misma, pensar y, por supuesto, estudiar). Algo similar me preguntaron varias veces mis jóvenes alumnas de Me- dicina: ¿Qué debe de hacer una mujer médico para poder subir los peldaños que, según ellas, yo iba subiendo? Y les contestaba igual que Virginia Woolf, pero además, tener la inteligencia capaz de escoger una pareja sentimental en la cual, además del aspecto amoroso, afectivo, totalmente necesario para conservar la estructura de la misma, man- tenga un respeto mutuo y una afinidad de ideas, a ser po- sible profesionales, pero, desde luego, intelectuales. Posible actuación de las Academias Ante este dilema, se nos plantean dos tipos de preguntas: ¿Qué se debe hacer? ¿Qué se puede hacer?. Lo primero que quiero decir, es que no me considero la persona más adecuada, o al menos, la única capaz de opinar de forma taxativa. Y desde luego, no creo que todo dependa de actuaciones fáciles y sencillas. De hecho, sólo me considero capaz de transmitir algu- nas reflexiones que no son reivindicativas (sobre todo si son radicales) y que, por supuesto, no son tampoco una crítica negativa. Son fruto de una extensa expe- riencia de participación académica, que, como dije al principio, además de pertenecer a esta Real Academia, también me ha permitido ejercer en la de Andalucía Oriental y en otras tres más, en dos como Académica de Honor. Pero, por encima de todo, son consecuen- cia de dos hechos: amor por las Academias, y el ser fiel a dos referentes, uno de ellos el profesor Marañón, que afirmaba: “Yo tengo un amor bien demostrado a la vida académica, y el amor, en lo humano, se funda siempre en la crítica del objeto amado, que desearía- mos no tuviera defectos”. Pero también el del profesor Salustiano del Campo, que fue muchos años Presiden- te del Instituto de España, y que aseguraba: “Lo que busca la Academia no es el simple incremento de la presencia femenina, sino el reforzamiento del carácter intelectual de la misma”. Cuando yo era pequeña, en mi colegio me enseñaron que leer no era juntar letras o sílabas. Que era algo mu- cho más profundo. Exactamente lo mismo que mirar no es lo mismo que ver. La mirada puede ser amplia, exten- sa si se quiere, ilimitada, pero también puede ser super- ficial. Creo que ambas ideas conducen a ser capaces de captar, entender, conocer y, en definitiva, buscar. Buscar es una palabra mágica. “Aunque posiblemente nunca encuentre, mientras pueda, seguiré buscando”, afirmaba Saramago, Y eso es lo que creo que deben de hacer las Academias. Buscar sin descanso para procu- rar mejorar sus Corporaciones y, por lo tanto, llegar a adquirir la excelencia científica y humana. Pero esto sólo se puede llevar a cabo si nos mante- nemos lejos de toda una serie de condicionamien- tos: geográficos, que nos permitan no sólo mirar al- rededor, en nuestro entorno más próximo, sino aque- llo que se puede encontrar más lejos, que nos ayude a mantener la mente abierta y el espíritu abierto; profe- sionales, que nos permitan buscar no sólo en nuestra Universidad, nuestro Hospital, o incluso, a pensar sólo en nuestras especialidades, porque puede ser que haya algunas otras necesarias, aunque parezcan entrar en competición; afectivas, para que no sólo conozcamos o reconozcamos como buenos a nuestros amigos, sin darnos cuenta que las Academias, en este caso las de Medicina, no son un club de amigos (aunque de hecho lo seamos), sino un conjunto de científicos que bus- can lo mejor para sus pacientes; y por último, condi- cionamientos de género. Realmente en estos años no he conocido ningún caso de diferenciación por sexo. Por otra parte, si conseguimos prescindir de todos los mencionados condicionamientos, evitaremos caer en algo que ha ocurrido en alguna de nuestras Universi- dades, que es la endogamia. Y, verdaderamente en eso sí soy más taxativa, porque la diferencia por género sólo puede llevar a la misma endogamia. El principio de mi exposición lo hice volviendo los ojos a la historia. Para terminar, quiero volverlos al

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