Anales de la RANM
150 A N A L E S R A N M R E V I S T A F U N D A D A E N 1 8 7 9 RELATO DE UN MÉDICO QUE ENFERMÓ DE COVID-19 Alfonso J. Cruz Jentoft An RANM · Año 2020 · número 137 (02) · páginas 150 a 153 RELATO DE UN MÉDICO QUE ENFERMÓ DE COVID-19 ACCOUNT OF A DOCTOR WHO FELL ILL WITH COVID-19 Alfonso J. Cruz Jentoft Jefe de Servicio de Geriatría. Hospital Universitario Ramón y Cajal (IRYCIS). Madrid Académico correspondiente de la Real Academia Nacional de Medicina de España Autor para la correspondencia Alfonso J. Cruz Jentoft Real Academia Nacional de Medicina de España C/ Arrieta, 12 · 28013 Madrid Tlf.: +34 91 159 47 34 | E-Mail: secretaria@ranm.es DOI: 10.32440/ar.2020.137.02. cc02 Enviado: 12.07.20 | Revisado: 17.07.20 | Aceptado: 28.07.20 C A S O C L Í N I C O Empezó un domingo en el monte. Más precisamente cerca de la cumbre del Cerro de la Almenara, junto a Robledo de Chavela, donde noté un primer escalo- frío que atribuí a un desequilibrio entre la cantidad de ropa de abrigo y la frialdad del viento. Nada más. Me sentía fuerte y capaz: volví a casa tras más de 15 km de senderismo en perfecta forma física, sin agujetas, con el sano cansancio de esta actividad. En los días previos había ya cierto revuelo en el hospital. Se habían suspendido todos los permisos docentes, por si acaso. Las reuniones diarias matutinas de coordinación de los ingresos se alargaban con discusiones sobre la nueva enfermedad (con el nombre recientemente acuñado de COVID-19), sobre cómo estaba afectando a nuestros colegas italianos (que nos escribían extremadamente alarmados) y sobre cómo tenía que reaccionar el hospital. Yo leía con avidez todas las publicaciones científicas, casi todas procedentes de China, y estaba tranquilo: al fin y al cabo, se trataba de un síndrome gripal con una mortalidad no mayor que la propia gripe, pero más riesgo de contagio. Nadie había mencionado su larga duración o su gravedad, y gripes habíamos visto muchas. Personalmente, poco tenía que preocuparme: estaba sano y no tenía ningún factor de riesgo. Estaba en las líneas de los que luchan, no de los que sufren la enfermedad. La información disponible entonces se demostró incompleta e imprecisa: cuando la OMS alertó y empezamos a conocer la gravedad de la enfermedad, lo explosivo de su contagio, su extraño y prolongado curso clínico, o el hecho de que las estancias en UVI se prolon- gaban enormemente y bloqueaban las camas más tiempo del previsto, ya la teníamos encima. Era tarde. Nuestro hospital, centro de referencia para estas pruebas, sólo podía hacer 8 PCR cada 4 horas, por el tiempo requerido por el procedimiento. Y pensábamos que cambiar de uso unas pocas plantas sería suficiente. Al final la ocupación del hospital llegó a cerca del 150% de la habitual. Seguí trabajando. Claro, al fin y al cabo, los síntomas no eran tan graves. Aunque a lo largo de la semana empecé a sentirme algo cansado (¡tanto trabajo!) y a toser con una intensidad que alarmó a mis compañeros y yo atribuí a un resfriado. Aunque me encerraba en mi despacho, dejaron de entrar en él (o se quedaban en el umbral) y de acercarse a mi, de forma que el jueves de esa primera semana decidí teletrabajar. El viernes tenía reuniones en Consejería y en el hospital, no tenía derecho a imponérselas a otro. Descubrí después que en ambas reuniones había ya un buen número de enfermos, varios de ellos Jefes de Servicio. A la salida de la última reunión, la jefe de Salud Laboral me abroncó con toda justicia, me exigió que no volviera al hospital y programó una PCR el sábado, que fue positiva. Pero no inesperada. Muchos médicos pecamos de presentismo, definido como el hecho de ir a trabajar con enfermedades con las que prohibiríamos a nuestros pacientes hacer cualquier actividad. Consecuencia de una responsa- bilidad quizás mal entendida, asociada a la crónica escasez de personal de la sanidad pública. Quizás debemos reflexionar y faltar más veces. En los siguientes días fui empeorando claramente. Comenzaba el confinamiento, del que no fui muy consciente, al encontrarme ya tremendamente débil y cansado, con tos seca constante, fiebre creciente y un síntoma especialmente molesto: todo me sabía mal, dulce o salado, con una percepción excesiva y sin matices de los sabores. El vino olía y sabía a lavavajillas, dejé de beberlo. Me fastidiaba no disfrutar de los alimentos, fui comiendo menos y con gran esfuerzo. Seguían pasando los días y no iba a mejor. Persistía una fiebre en picos que los antipiréticos no contro- laban, una astenia que me agotaba al subir o bajar un solo tramo de escaleras, mialgias, un intenso dolor de cabeza y diarrea. Mi esposa, médico de familia, empezó a auscultar crepitantes y me convenció: tenía que ir al hospital. Cuando llegué, todo había cambiado. No reconocí las Urgencias. Es impresionante la capacidad de mutación y adapta- ción que han mostrado los hospitales y centros de salud para hacer frente a un virus mutado. Todo cambió rápidamente para enfrentar a un enemigo desconocido. Se escribirán libros y muchos ejecutivos, muchas empresas, estudiarán y aprenderán quizás de lo que hicieron los sanitarios. ES COMO UNA GRIPE Y SEGUÍ TRABAJANDO EL CUERPO NO REACCIONA BIEN FRENTE A ESTE VIRUS
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