Anales de la RANM

151 A N A L E S R A N M R E V I S T A F U N D A D A E N 1 8 7 9 RELATO DE UN MÉDICO QUE ENFERMÓ DE COVID-19 Alfonso J. Cruz Jentoft An RANM · Año 2020 · número 137 (02) · páginas 150 a 153 La radiografía confirmó una neumonía unilateral (retrospectivamente ya era bilateral) y los análisis mostraron muchos de los hallazgos esperables, además de un deterioro de la función renal y una elevación masiva de la CK. Me sugirieron que debería ingresar, pero lo rechacé por lo que entendí en ese momento como sentido de responsabilidad. Médico casado con médica, consideraba que tenía medios para vigilarme y tratarme en casa, medios que otros pacientes no tendrían, haciendo mejor uso de la cama que dejaba inocupada. Tras hidratarme con sueros y proveerme de antivíricos, antipalú- dicos y azitromicina (el protocolo terapéutico en ese momento) regresé a casa. Ahora, no entonces, conocemos los criterios de gravedad y los predictores de insuficiencia respiratoria, yo tenía algunos. Era previsible que no mejorara. Posiblemente la decisión correcta hubiera sido ingresar, pero ¿qué sabía yo, qué sabíamos todos entonces, con los ingresos duplicándose cada día hasta un nivel nunca conocido? ¿Cuántos pacientes fueron dos, tres veces a Urgencias hasta que fue inevitable el ingreso, o el fallecimiento, como sucedió a un amigo de mi edad? De los siguientes días tengo recuerdos menos precisos. Seguía con fiebre alta e incontrolable, tos, mialgias, una diarrea que regresó y se agravó por los fármacos, disnea creciente. Empecé a desaturar, pero no era claramente consciente de la dificultad respiratoria que tenía. Mi esposa me vigilaba y aleccionó a una de mis hijas, que instaló su puesto de trabajo enfrente de mi sofá (las tres hijas estaban trabajando en distintas habitaciones de la casa, no supe hasta mucho más tarde las instrucciones que tenían para vigilarme). Medían y anotaban temperatura y saturación (que bajaba alarmantemente con la tos, pero se recuperaba poco después). Me costaba un mundo comer algo (nunca ha sabido tan mal la comida, sufriendo cuando me preparaban mis platos favoritos), apenas me movía del sofá a la cama. Intentaba leer series de novela negra a las que soy aficionado (el comisario Montal- bano me acompañó en mi enfermedad), pero cada vez era menos eficiente. Las noches fueron a peor, con ortopnea e incapacidad absoluta de pronación, siendo esa precisamente mi postura habitual para dormir, lo que reducía la eficacia del sueño. Aunque la pronación parece haber sido eficaz en muchos pacientes para mejorar la dinámica respira- toria, aparentemente no lo es en todos los casos. Me fue imposible dormir boca abajo durante casi dos meses, aún recuerdo la primera noche en que volví a hacerlo. Al cabo de una semana la saturación de oxígeno seguía cayendo. Era incapaz de inspirar profundamente, con una sensación de quemazón difícil de describir y una desincronización muscular con espasmos del diafragma. Cada vez era menos consciente y más incapaz de comprender lo que pasaba. Decían los griegos clásicos que los dioses ciegan a quienes quieren perder. Tras una semana de deterioro, acepté la petición de mi esposa de volver al hospital a repetir las pruebas. El tratamiento estaba siendo ineficaz. Pero yo quería conservar mi autonomía. En ese momento la decisión era crítica. Sabemos que muchos enfermos desarrollan una insuficiencia respiratoria grave en horas, que en ocasiones causa la muerte por retraso de la asistencia. Mi esposa confiesa que pasó la noche vigilando si respiraba. Si no me hubiera dejado llevar al hospital quién sabe si estaría escribiendo esto. A la llegada la neumonía era bilateral y extensa, mis análisis peores y la necesidad de ingreso inexcu- sable. Un buen compañero de Urgencias me exigió que me comportara como un enfermo, no como un médico. Me llevaron en silla de ruedas (para mi desconcierto y enfado) hasta Neumología, donde mi baja saturación aconsejó el ingreso inmediato en una Unidad de Cuidados Respiratorios Interme- dios. Cuatro enfermos en la habitación. Casi todo el tiempo solos (confuso, no entendía bien la limita- ción de entradas y la necesidad de uso de equipos de protección de todo el personal). Del oxígeno pasé de inmediato a una ventilación mecánica no invasiva, un aparato incómodo, pero que conseguía sostener mi saturación. El hospital habilitó en esos días un gran número de camas de cuidados intermedios para pacientes que no precisaban respirador, con la intención de limitar en lo posible el uso de las camas de UCI para pacientes con ventilación invasiva. En otros hospitales se mezclaban ambos grupos. De nuevo es crítica la capacidad de adaptación a los recursos disponibles. No recuerdo cuantas noches pasé en la primera habitación. Sí recuerdo que de los cuatro pacientes fallecieron dos. Una mujer mayor y un hombre que la primera noche sufría un delirium franco. Ambos mayores. Los cadáveres me acompañaron durante muchas horas. Recé por ellos, no olvidaré sus nombres. Las neumólogas me trataron mejor de lo que merecía, explicándome qué pasaba y cómo iba en el breve pase de visita a cara cubierta. No parecía ir a mejor: fiebre, desaturación, diarrea, me dolía el tórax y algo interior en cada inspiración. El primer día cometí la imprudencia de ducharme usando el tubo largo de oxígeno: la disnea fue tan grave que creí no poder terminar, estuve a punto de pedir ayuda. No he corrido una maratón, pero no creo que llegara a la cama mucho mejor. No sé si fue esa tarde cuando me dieron un buen susto: vinieron a verme dos médicos de la UCI. Dijeron que era una visita de cortesía, al ser un compañero. Empecé a considerar el hecho de INCAPAZ DE RESPIRAR, INCAPAZ DE RECORDAR LA SOLEDAD DEL ENFERMO AISLADO MANTENER LA DIGNIDAD

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