Anales de la RANM

60 A N A L E S R A N M R E V I S T A F U N D A D A E N 1 8 7 9 RELACIONES MENTE-CEREBRO Y DIÁLOGO NEUROCIENCIA-FILOSOFÍA Giménez Amaya JM, et al. An RANM. 2024;141(01): 58 - 63 Los autores de la tradición aristotélica, a la que hemos hecho referencia, se referirán a estas dos líneas distinguiendo, de una parte, entre la sensibi- lidad externa (los cinco sentidos descritos clásica- mente) y la interna; y, dentro de esta última, entre los sentidos internos representativos (unificación sensorial e imaginación) y los valorativos (estima- ción y memoria) (3). De este modo, para entender mejor el conoci- miento humano, la investigación neurobiológica puede beneficiarse notablemente de un marco conceptual que distinga los sentidos externos y los internos y, dentro de estos, entre los represen- tativos y los valorativos. Desde aquí, puede intentar comprender cómo los sentidos internos se articulan unitariamente en las redes neuronales de las cortezas asociativas. ESTUDIOS FILOSÓFICOS QUE REQUIEREN UN ANÁLISIS NEUROCIENTÍFICO En un ámbito más propio de la antropología filosó- fica, los temas que en nuestra opinión reclaman una articulación interdisciplinar con la neurociencia son, al menos, los tres siguientes: la atención, la memoria (ya mencionada también en el apartado anterior) y los hábitos. En efecto, en el conjunto de la actividad de la persona, pueden observarse varios procesos distintos entre sí, que configuran, sin embargo, una unidad, a saber, la acción humana (3,11). La continuidad entre ellos es posible, a nuestro parecer, en virtud de una circularidad entre el conocimiento y la acción, que acontece a través de la concentración selectiva de la información (atención) y de la conservación tanto de los datos valorativos (memoria), como de los esquemas comportamentales (hábitos). Las investigaciones sugieren que, en estos ámbitos, la interacción entre la reflexión filosófica y los análisis neurocientí- ficos es altamente valiosa (12,13,14). Pasemos, a continuación, a describirlos brevemente desde un punto de vista antropológico. Por lo que se refiere al proceso atencional, conviene subrayar, ante todo, que se trata de una actividad compleja, que implica siempre distintos grados de conocimiento (por ejemplo, sistemas de alerta, selección de valores y orientación hacia objetivos), la intencionalidad más o menos voluntaria y una preparación para la acción (4,12). De una parte, nuestro conocimiento está abierto a la recepción, en principio ilimitada, de estímulos de muy diverso tipo. Esta apertura constituye una disposición básica, necesaria para la supervivencia, y que puede ser entendida, de alguna manera, como un estado de alerta. Sin embargo, el propio carácter ilimitado de la recepción sensorial requiere una selección de los datos que permita actuar en la realidad concreta, sobre la cual versa la experiencia del sujeto. Esta selección se funda en distintos aspectos de valor y, por tanto, requiere una estima- ción de lo conocido, tanto en el plano interno como en el externo. Además, el resultado de dicha estima- ción motiva la afectividad del individuo, y a través de ella, permite la ulterior aplicación del conoci- miento a la acción. Esta aplicación puede ser más o menos voluntaria o instintiva de acuerdo con el nivel de motivación y con la afectividad. De esta manera, la capacidad atencional está en la base de la dirección voluntaria de las acciones, y, a su vez, esta dirección al fin es lo que da un sentido unitario a todo el obrar humano. Junto con la atención, este proceso unificador requiere, además, la conservación de la experiencia en la elaboración de su valor y en la estabilización de las acciones ya realizadas. Todo ello requiere articular, de forma armónica, la atención con la memoria y los hábitos, que pasamos a describir a continuación. Por una parte, la memoria es esencial para la integración del conocimiento sensible. Como hemos afirmado antes, este tiene dos dimensiones fundamentales, a saber, una representativa y otra valorativa, de las que la segunda presupone la primera. La memoria consiste, precisamente, en la conservación de la experiencia sensible en su dimensión valorativa, y establece, por tanto, una continuidad integrativa del conocimiento con la afectividad. Gracias a la memoria, el individuo reconoce su propia continuidad en el proceso de sus acciones, unificando e integrando su experiencia externa e interna. (3,13). Junto a lo anterior, la memoria es importante también en la dinámica atencional, ya que conserva y elabora la información previamente seleccio- nada. Gracias a esa elaboración, la memoria otorga contenido a la afectividad y predispone a la acción respecto a los objetos conocidos y deseados. Además, la actividad sobre esos objetos propor- ciona una nueva fuente de información y valora- ción sobre la realidad, que, a su vez, enriquece progresivamente nuestra experiencia. La memoria, por tanto, no solo unifica los datos externos, sino que, de hecho, da continuidad global a toda la experiencia sensible y contribuye, de este modo, a la configuración de la conciencia de sí. Por otra parte, los hábitos constituyen también un importante tema filosófico que demanda una interacción con los análisis neurocientíficos (6,14,15). Para entenderlo, es importante tener en cuenta el papel que estos tienen en la conducta humana en su conjunto. En efecto, el ser humano persigue, con su acción, unos objetivos a través de unos medios, y estos medios pueden ser tanto de tipo natural como adquiridos o comportamentales. En el plano natural, los medios pueden consistir en instrumentos externos (físicos, tecnológicos, socioculturales, etc.), o bien internos (constitución psicosomática, temperamento, etc.), y es en este ámbito donde se encuentra lo que se suele indicar con el término neurobiológico de «destrezas», las cuales están más o menos abiertas a desarrollos plásticos. En cambio, en el plano de lo adquirido,

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