Resumen
En el presente trabajo se ha analizado el entorno mágico del mundo de la brujería desde la perspectiva del uso extraterapéutico de agentes psicotrópicos, a través de los principales autores del Siglo de Oro, fundamentalmente Miguel de Cervantes, quien abordó este tema de forma expresa en su novela ejemplar El coloquio de los perros. Se han estudiado los principales agentes empleados en la elaboración de las pomadas y ungüentos de brujas, destacando las plantas alucinógenas de la familia de las Solanaceae (beleño, mandrágora, belladona, estramonio, solano, eléboro). También se analizan las posibles fuentes científicas documentales que pudieron utilizar estos literatos.
Abstract
In the present work, the magical environment of the world of witchcraft has been analyzed from the perspective of the extratherapeutic use of psychotropic agents, through the main authors of the Spanish Golden Age, fundamentally Miguel de Cervantes, who addressed this topic concretely in his exemplary novel The Dialogue of the Dogs. The main agents used in the elaboration of witch ointments have been studied, highlighting the hallucinogenic plants of the Solanaceae family (henbane, mandrake, belladonna, jimsonweed, solano, hellebore). The possible documentary scientific sources that these writers could use are also analyzed.
Palabras clave: Sustancias psicotrópicas; Ungüentos de bruja; Literatura; Siglo de Oro; Cervantes; Lope de Vega.
Keywords: Psychotropic drugs; Witch ointments; Literature; Golden Age; Cervantes; Lope de Vega.
Tras la caída del Imperio Romano, el emergente cristianismo se instaló con enorme fuerza en los grandes núcleos urbanos, pero avanzó muy lentamente en los ámbitos rurales, en los que estaban muy afianzados los viejos cultos y las creencias ancestrales. De esta forma, el paganismo sobrevivió con especial fuerza en la periferia de la cristiandad, lejos de las ciudades universitarias, donde la esencia del mal fue encarnándose de manera cada vez más acusada en la figura del diablo, quien adquirió tintes siniestros en el seno de las culturas oficial y popular. Y precisamente en este momento es donde nace la brujería, tal como la conocemos en la actualidad, al amparo de la teología cristiana medieval.
En España, por su propia idiosincrasia cultural y política, la vinculación de las prácticas de hechicería y brujería con ciertos subgrupos de sujetos, fundamentalmente mujeres pertenecientes a minorías religiosas, como judías y moriscas, fue muy habitual. De hecho, términos como “sabbat”, para referir las reuniones nocturnas de las brujas, o expresiones como “Synagoga Satanae”, poseen una clara ascendencia hebrea. Asimismo, en la España áurea existía una manifiesta diferenciación entre brujería y hechicería (1). Las brujas realizarían rituales y pactos con entidades espirituales reconocidas como maléficas o satánicas para adquirir el poder de subvertir el orden natural, y solían ser gentes de ascendencia cristiana y vinculadas al medio rural, generalmente del Norte del país (véase Galicia, el País Vasco o Navarra). Por el contrario, las hechiceras, de origen generalmente morisco o judío, eran mujeres que se dedicaban a elaborar remedios y curas (relacionados con la salud o con el amor) y ejercían sus actividades en medios urbanos del ámbito peninsular más meridional.
El fenómeno de la persecución y la caza de brujas y hechiceras también fue diferente en España frente a otros países europeos, pues mientras que la hechicería fue castigada con gran dureza, ya que las hechiceras eran consideradas herejes, la brujería lo fue de forma muy limitada, lo cual se debió a las peculiaridades de la Inquisición española, dependiente de la Corona, que no del Vaticano, y con un fuerte componente nacionalista (2). Hay que tener presente que, en este momento, España era un país organizado en torno a un verdadero sistema de castas, gestado en la ideología perversa de la “pureza de sangre”, por lo que la Inquisición se dedicó más a la limpieza étnica que a la persecución del demonio. Así lo prueba el hecho de que a partir de 1550 la mayor parte de las personas acusadas de brujería ante tribunales fuesen personas de etnia gitana, gentes de paso o descendientes de conversos (3).
En cualquier caso, tras la criminalización de brujas, hechiceras, curanderas o comadronas también existía un fuerte componente misógino. No es solo que la mujer fuera considerada débil y tendente al pecado por ser de la piel de Eva, y tampoco únicamente que pudiera resultar más proclive a la locura, sino también de un interés activo por parte de la institución eclesiástica de apartar a la mujer de cualquier práctica que tuviera visos científicos. De hecho, solo así puede comprenderse el diferente tratamiento de género que recibían hombres y mujeres acusados –o perseguidos- de similares delitos ante los tribunales del Santo Oficio (4). En este punto, es preciso resaltar que las mujeres dedicadas al curanderismo y la hechicería, a menudo, eran las únicas personas que prestaban asistencia sanitaria a una población desprotegida que carecía de otros medios para afrontar sus dolencias. Y esta asociación era especialmente clara en el caso de la partería, que era la ocupación médica fundamental de la mujer, al punto de que muchas de ellas se convirtieron en auténticas expertas en el uso de toda clase fármacos naturales para combatir los dolores del parto. No tardó, pues, en extenderse la teoría de que las comadronas-brujas robaban niños neonatos para devorarlos, intervenían en el ciclo de Dios mediante la práctica sistemática de abortos, o bien practicaban toda suerte de sortilegios para corromper las almas de los recién nacidos o provocar el nacimiento de demonios familiares valiéndose del ciclo natural establecido por la divinidad.
Los tópicos relativos al ejercicio de la brujería, reconocidos, perseguidos y penados por el Santo Oficio en España durante el Siglo de Oro, serían más o menos los siguientes: brujas y brujos, de todas las edades, realizan un pacto con el diablo y se dejan marcar por él (stigmata diaboli); periódicamente acuden a reuniones o aquelarres (término que viene a significar, en euskera, “llano del macho cabrío”) para reverenciar al diablo (beso negro) y festejar en comunidad (bailes, banquetes y orgías sexuales); se transportan por el aire (transvección) a los conventículos, tras untarse, bien volando sobre escobas o toneles, metamorfoseadas en animales, o a lomos de una bestia; el diablo, en forma de macho cabrío, preside las celebraciones (adoración y herejía); se practica la antropofagia y el vampirismo (sobre todo de niños). Todos estos tópicos convirtieron a las brujas, durante los siglos XVI y XVII, en una figura con una fuerte raíz folklórica, que pobló las leyendas locales por doquier (5), habitualmente desde una óptica negativa, saturada de tópicos, escasamente realista y pocas veces cifrada en hechos reales. En cualquier caso, más allá de consideraciones teológicas, el de la brujería es un fenómeno complejo, resbaladizo en sus aspectos socioculturales y políticos, que resulta difícil de definir y desentrañar. Y ello porque es adyacente a todas las formas de superstición, así como a la enfermedad mental o a la picaresca, lo cual no tardó en convertirlo en un tópico literario y artístico (6), del que la literatura áurea no supo evadirse.
Las hechiceras y brujas solían ser unas perfectas conocedoras de la botánica natural y de las propiedades de las plantas, y entre las hierbas que asiduamente se empleaban en sus cocimientos cabe mencionar a las plantas de la familia de las Solanaceae, todas ellas dotadas de propiedades psicotrópicas, como el beleño (Hyoscyamus albus o niger), la belladona (Atropa belladona), la mandrágora (Mandragora officinarum), el estramonio (Datura estramonio) y el heléboro (Helleborus niger o Veratrum álbum), además de otras especies, como la valeriana (Valeriana officinalis), la verbena (Verbena officinalis), el acónito o napelo (Aconitum napellus), la cicuta (Conium maculatum), la adelfa (Nerium oleander) o el opio (Papaver somniferum), prototipo, este último, de agente sedante (7). Las solanáceas son plantas muy abundantes en la Península Ibérica, que crecen en terrenos nitrogenados, ricos en materia orgánica, como basureros, cementerios, riberas de los ríos, etc., por lo que brujas y hechiceras podían adquirirlas sin dificultad para elaborar sus pociones y sin desplazarse largos trechos. Pero en los calderos de las brujas no sólo se cocían las plantas, sino muchas otras sustancias de carácter simbólico y valor ilusorio, cuya selección posiblemente se debiera a la “teoría de las signaturas o de la semejanza” de Paracelso (1493-1541), según la cual todo lo semejante causa un efecto similar, como, en el caso que nos ocupa, la soga, los dientes o los zapatos de los ahorcados, que podrían transferir al vivo alguna cualidad del muerto, las barbas y la sangre del macho cabrío en la transmisión de la lujuria o los ojos de loba para los problemas de visión (8).
Sin embargo, son muy pocos los procesos europeos por brujería donde se hiciera constar a ciencia cierta la utilización de estas sustancias, es decir, aquellos donde realmente se conseguía el famoso ungüento de brujas. Por ejemplo, en el conocido caso de Zugarramurdi (1610) se descubrieron veintidós ollas y una serie de polvos y cocciones, elaborados a partir de plantas, grasa, cenizas, sapos, etc., que se decía servían para desplazarse por el aire y acudir a estas reuniones, bien a lomos de una escoba, bien a lomos de un animal, especialmente un lobo (9). A pesar de esto, el primer científico que demostró la correlación existente entre el consumo de sustancias psicotrópicas (contenidas en las plantas de la familia de las Solanaceae) y la práctica de la brujería, en opinión de Rothman (10), fue el médico segoviano Andrés Laguna (1599-1560). Laguna puede ser considerado como el prototipo de científico humanista del Renacimiento, y aun siendo hijo de médico judeoconverso, alcanzó la fama en vida, como una de las más brillantes figuras de la cultura europea de la época, llegando a ser médico personal del Emperador Carlos V (1500-1558), del papa Julio III (1487-1555) y del rey Felipe II (1527-1598). Aunque escribió más de 30 obras de diversas materias, incluyendo las de orden filosófico, histórico, político y literario, además de las estrictamente médicas, el texto más conocido de Laguna es la traducción comentada de la Materia Médica de Dioscórides (11). Precisamente, en sus anotaciones del Dioscórides, Laguna describe los efectos y sensaciones placenteras (similares a las ocasionadas por el opio) de los ungüentos de brujas, pero, además, fue capaz de demostrarlos experimentalmente, al aplicar estas unturas a ciertos sujetos, concluyendo que estas drogas (“raíces que engendran locura”) ocasionan un incremento de la sugestibilidad, induciendo una especie de trastorno mental transitorio. Estos apuntes de naturaleza psiquiátrica abrieron una nueva luz sobre la visión social de las brujas y hechiceras, que comenzaron a dejar de considerarse como poseídas y ser evaluadas desde la perspectiva de sujetos enajenados.
La atracción de los literatos áureos por el entorno de la magia y la demonología parece evidente, aunque esto era algo común en la España de su época. Estos personajes, además, tenían un fácil entronque en el ámbito de la literatura picaresca, tan en boga a partir de la publicación de La Celestina (1499). A título de ejemplo, en la obra de Miguel de Cervantes (1547-1616) podemos leer todo tipo de actividades relacionadas con la brujería, desde el uso de objetos de naturaleza mágica hasta invocaciones demoníacas y ritos diabólicos realizados en los conventículos (12). La obra más representativa, en este sentido, es, sin duda, la novela ejemplar El coloquio de los perros (1613), donde se relatan las prácticas brujeriles de una comunidad de brujas llamadas las Camachas, pero este tema también es recurrente en la novela Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617), donde se narran tres episodios relativos a brujas o hechiceras, expertas en el manejo de hierbas y la preparación de filtros y ungüentos. Por su parte, Félix Lope de Vega (1562-1635) aborda el tema de las hechiceras y brujas en dos obras teatrales, El caballero de Olmedo (1620-1625), donde una alcahueta celestinesca, frecuentadora de cementerios y encrucijadas, es una experta elaboradora de cosméticos y otros brebajes, y el drama cortesano El vellocino de oro (1622), en el poema La Circe (1624), y en la narración en prosa dialogada de género celestinesco La Dorotea (1632) (13).
Ambos autores, salvo en los textos de ambientación mitológica de Lope de Vega, nos muestran los efectos de la sociedad que les tocó vivir y las consecuencias de una atroz persecución religiosa, racial, económica y de género hacia estas mujeres de vida marginal, así como los usos y costumbres de la España tardorrenacentista y novobarroca, incluyendo el uso, con objetivos extraterapéuticos, de una gran cantidad de sustancias dotadas de propiedades psicotrópicas (14-18), en algunos casos con fines ilícitos e incluso criminales (véase el empleo de diferentes venenos), en otros de carácter adictivo (como el caso de los ungüentos de brujas), y las más de las veces con objetivos meramente crematísticos (filtros de amor y magia amatoria).
Tal como lo demuestra en sus textos, sobre todo en las Novelas Ejemplares (1613), Cervantes parece disponer de conocimientos significativos sobre las virtudes de numerosas plantas que constituían los herbolarios de su época, además de los diferentes preparados de botica elaborados con ellas, como aceites, ungüentos, bálsamos, raíces, cortezas o jarabes (19). Sin embargo, en relación con los agentes puramente psicotrópicos, Cervantes suele evitar mencionarlos específicamente y se limita a glosar las propiedades y efectos de los preparados herbales utilizados a nivel popular, sin incidir en su hipotética composición, posiblemente debido, como postulan varios autores, a un exceso de celo frente a las autoridades de la Inquisición, debido al controvertido y desprestigiado uso extraterapéutico de estas sustancias (20). No debemos olvidar, en este punto, la especial vulnerabilidad del literato, que, cuestionado como cristiano viejo, debía dejar inmaculada de forma permanente su limpieza de sangre. Por su parte, Lope de Vega, en líneas generales, hace amplias referencias al uso terapéutico de las plantas en multitud de sus obras teatrales, e incluso parece conocer las indicaciones terapéuticas de algunas hierbas, pero, en general, profundiza poco en ellas, y suele mencionarlas sin precisar sus propiedades salutíferas o nocivas para la salud. Con respecto a los agentes psicotrópicos, se suele referir a ellos de forma alegórica y metafórica, aunque las sustancias narcóticas y venenosas constituyen valiosas herramientas en las tramas de sus obras dramáticas, lo que hace evidente que Lope de Vega era un gran conocedor del carácter popular que determinadas drogas tenían en la sociedad de su tiempo (9).
Pero, ¿cuáles fueron, en su caso, las fuentes científicas en materia médica y terapéutica que pudieron utilizar estos autores para documentarse técnicamente?. En el caso de Cervantes parece bastante claro, a la luz de los trabajos de investigación desarrollados por nuestro grupo (21-22) y también plausible en el caso de Lope de Vega y otros relevantes autores áureos. Se trata del texto de referencia en el campo de la terapéutica durante los siglos dorados: el Dioscórides, denominación popular y vulgarizada del tratado Sobre la Materia Médica, principal obra científica del médico griego Pedacio Dioscórides Anazarbeo (Anazarba, c. 40 – c. 90). En la biblioteca particular de Cervantes se han identificado varios tratados de materia médica, incluyendo una edición salmantina del Dioscórides (1563), comentado e ilustrado por Andrés Laguna (23), posiblemente herencia paterna, y que incluso llega a citar en el capítulo XVIII de la primera parte de El Quijote (1605) (12). Con respecto a Lope de Vega, aun sabiendo que el inventario que acompañó a su testamento listaba más de 1500 libros, no existen datos fiables sobre los títulos de su biblioteca particular, pues, por desgracia se perdieron con el paso del tiempo. En cualquier caso, en lo que todos los investigadores concuerdan es en su uso constante de diferentes manuales, enciclopedias y polianteas (24). Pero, al igual que Cervantes, Lope de Vega también menciona a Laguna en su obra El acero de Madrid (ca. 1618) (13). Otro relevante literato del Siglo de Oro, Tirso de Molina (1579-1648), también menciona a Laguna en su famosa comedia La Fingida Arcadia (1676), e incluso Pedro Calderón de la Barca (1600-1681) también pudo haber dispuesto de un ejemplar de la versión comentada del Dioscórides del humanista segoviano en su biblioteca particular (25). En el caso de Lope de Vega, ejemplo por excelencia de literato erudito, su obra dramática hace traslucir que también conocía otros textos técnicos, como la Historia Natural de Cayo Plinio Segundo, apodado Plinio el Viejo (23-79 d.C.), así como a los dos médicos coetáneos que fueron los principales comentadores y traductores del autor clásico, Francisco Hernández (ca. 1514-1587) y Gerónimo de Huerta (1573-1643), o el texto de Constantino Castriota (n.d.) titulado Il Sapere Util´e Delettevole (El saber útil y agradable), editado en Nápoles en la década de 1550, que incluso cita literalmente en La Arcadia (1598) (26).
Profundizando en el tema de este trabajo, la imagen más recurrente del imaginario popular sobre las brujas, además de los vuelos sobre las escobas, ha sido la elaboración de pócimas y ungüentos en sus famosos calderos. Pedro Ciruelo (1470-1560), en su Reprouacion de las supersticiones y hechizerias (1530), afirmaba que “algunas de ellas se untan con unos ungüentos y dicen ciertas palabras y saltan por la chimenea del hogar, o por una ventana y van por el aire y en breve tiempo van a tierras muy lejos y tornan presto diciendo las cosas que allá pasan” (27). Incluso a día de hoy, en algunos pueblos de la zona pirenaica se instalan chimeneas antibrujas.
Aunque en el marco de la botica tradicional los ungüentos eran formulaciones para administración tópica elaboradas a base de grasas, ceras o resinas, su elaboración extrafarmacéutica y extraterapéutica, por parte de curanderos, hechiceras y brujas, era una práctica habitual desde la Edad Media. Para elaborar estas pomadas, se añadían los extractos de ciertas plantas (generalmente solanáceas, como la mandrágora, el solano y el beleño, junto a otras, como el opio y la cicuta), obtenidos por cocimiento, junto a otros ingredientes de procedencia animal, como sustancias obtenidas de ciertos anfibios (sapos o escuerzos), muy presentes en la simbología asociada a la brujería, a un caldero de bronce donde se había calentado grasa de gato o de lobo (o de niño recién nacido y no bautizado, en el sentir popular), se reservaba la parte más espesa del hervido, que permanecía en el fondo de la olla, y se guardaba hasta que se tenía la ocasión de usarlo. La grasa actuaba como espesante y favorecía la absorción del unto tras su administración tópica.
Estas unturas se aplicaban, entre otras partes, en la región genital y sus efectos eran casi inmediatos, al absorberse rápidamente los principios activos alucinógenos a través de la mucosa vaginal (28). Los ingredientes de estos ungüentos producían alucinaciones en estado de vigilia (sensación de transporte por el aire, fantasías sexuales, visiones de seres extraños, etc.). A continuación, sobrevenía un profundo sueño, en el cual lo soñado, al despertar, se confundía con la realidad. A título de ejemplo, entre los efectos del beleño, denominado en las islas Baleares como “caramel de bruixa”, se encuentra el de inducir una extraña sensación de ligereza y de ingravidez, que puede explicar la vívida certeza de estar volando, como en el caso de los vuelos de las brujas sobre sus escobas (29). Hoy también se sabe que de la piel de determinados sapos del género Bufo, como el Bufo marinu, se obtiene la bufotenina (N-dimetil-5-hidroxitriptamina), un alcaloide de efectos alucinógenos derivado de la serotonina, mediante dimetilación de su grupo amina. Sin embargo, algunos de estos efectos eran considerados, en la época que nos ocupa, como reales, ciertos y demostrados, por lo que la obtención de muestras de los potajes de brujas era una de las pruebas incriminatorias más demandada y buscada por los inquisidores para demostrar la celebración del aquelarre. A título de ejemplo, en el más famoso de los procesos inquisitoriales por brujería en España, el de Logroño (1609-1614), donde 2000 personas fueron investigadas y procesadas por brujería, incluidas las brujas de Zugarramurdi, una rea confesó que preparaban unos ungüentos elaborados “con el agua que vomitan los sapos”, con los que se untaban en el aquelarre de Ezcabita (30).
El ejemplo más ilustrativo de la literatura áurea sobre los ungüentos de brujas lo encontramos en la novela ejemplar cervantina El coloquio de los perros. La acción de esta novela transcurre en la puerta del Hospital de la Resurrección de Valladolid y narra la conversación que mantienen dos perros, Cipión y Berganza. Este último comenta las actividades de uno de sus amos, una anciana bruja conocida como la Cañizares, una experta en la elaboración de ungüentos y unturas con hierbas psicotrópicas. Esta comunidad de brujas (las Camachas) presenta unos orígenes reales, en la localidad cordobesa de Montilla. Acusadas del delito de brujería y hechicería, fueron procesadas por el Tribunal de la Inquisición de Córdoba, saliendo en Auto de Fe público el 8 de diciembre de 1572. La líder de la comunidad, Leonor Rodríguez, apodada la Camacha, fue condenada a salir al auto público en forma de penitente con coroza en la cabeza y las insignias de hechicera, abjurar de leví, recibir cien latigazos en Córdoba y otros cien en Montilla, sufrir destierro de su localidad durante diez años, servir los dos primeros en un hospital de Córdoba, y pagar una multa de 150 ducados al receptor (31). Amezúa y Mayo (32) apunta que Cervantes posiblemente conoció a alguna de las integrantes de esta comunidad a su paso por Montilla, como recaudador de la Real Hacienda, en 1592.
En la novela ejemplar, la Cañizares, ya una anciana de 76 años, confiesa la práctica de actos propios de brujería y el empleo de ungüentos específicos para estas prácticas: “Este ungüento con que las brujas nos untamos es compuesto de jugos de yerbas en todo extremo fríos, y no es, como dice el vulgo, hecho con la sangre de los niños que ahogamos… volvamos a lo de las unturas, y digo que son tan frías, que nos privan de todos los sentidos en untándonos con ellas, y quedamos tendidas y desnudas en el suelo, y entonces dicen que en la fantasía pasamos todo aquello que nos parece pasar verdaderamente. Otras veces, acabadas de untar, a nuestro parecer, mudamos forma, y convertidas en gallos, lechuzas o cuervos, vamos al lugar donde nuestro dueño nos espera, y allí cobramos nuestra primera forma y gozamos de los deleites que te dejo de decir… buenos ratos me dan mis unturas… y el deleite mucho mayor es imaginado que gozado…” (12).
Cervantes describe magistralmente en este pasaje los efectos psicotrópicos de las mezclas de agentes alucinógenos administrados por vía tópica (viajes extracorpóreos, alucinaciones visuales, sensaciones placenteras, etc.), de una forma muy similar a la efectuada por el profesor de Teología tomista de la Universidad de Alcalá, Pedro Ciruelo, del que pudo haberse inspirado, en su conocida obra Reprobación de las supersticiones y hechicerías, publicada inicialmente en Alcalá de Henares en 1530 y reimpresa hasta en 9 ocasiones antes de la primera edición de las Novelas Ejemplares. En relación con los ungüentos de brujas comenta Ciruelo: “… Otras destas en acabándose de untar y decir aquellas palabras se caen en tierra como muertas, frías y sin sentido alguno, aunque las quemen o asierren no lo sienten. Y dende las dos o tres horas se levantan muy ligeramente y dicen muchas cosas de otras tierras y lugares adonde dicen que han ido… Esta ilusión acontece de dos maneras principales: que ora hay que ellas salen realmente de sus casas y el diablo las lleva por los aires a otras casas y lugares; otras veces ellas no salen de sus casas, y el diablo las priva de todos sus sentidos, y caen en tierra como muertas y frías, y les representa en sus fantasías que van a las otras casas y lugares. Y nada de aquello es verdad, aunque ellas piensen que todo es así como ellas lo han soñado…” (27).
Sin embargo, Laguna también realiza en su Dioscórides una detallada descripción de los efectos de las unturas de brujas. En el capítulo correspondiente al solano que engendra locura o hierba mora, una planta solanácea muy habitual en toda la Península, que crece en todo tipo de campos, labrados o baldíos, especialmente en viñedos y al pie de los muros, y que está dotada de importantes efectos alucinógenos (29), comenta Laguna en relación a su consumo: “representa ciertas imágenes vanas, pero muy agradables, lo cual se ha de entender entre sueños. Esta pues debe ser (según pienso) la virtud de aquellos ungüentos, con que se suelen untar las brujas: la grandísima frialdad de los cuales, de tal suerte las adormece, que por el diuturno y profundísimo sueño, las imprime en el cerebro tenazmente mil burlas y vanidades, de suerte que después de despiertas confiesan lo que jamás hicieron” (11). Más concretamente, en relación a los ungüentos de brujas, habla de compuestos de olor pesado y naturaleza fría, entre cuyos ingredientes menciona hierbas como el solano, el beleño o la mandrágora (11). Los textos de Laguna y de Cervantes muestran una enorme semejanza, y en algunos casos son representados de forma casi literal, lo que parece confirmar el uso por parte del literato de las anotaciones del científico (21-22).
Como también indica Laguna, el principal compuesto de estos calderos sería el beleño, conocido a nivel popular como “hierba loca” (beleño negro) y “flor de la muerte” (beleño blanco), que desde la Edad Media se venía utilizando como integrante de las pócimas de hechiceros y lamias por sus efectos alucinógenos (1, 28). De las flores de esta planta, denominada hyoscyamo por Laguna (de los términos griegos “hyos”, cerdo, y “kyamos”, haba, en referencia al olor a carne podrida que desprende la tetra-hidro-putrescina, uno de los componentes de esta planta), dice el Dioscórides que “engendran sueños muy graves” (11). De hecho, un refrán popular español dice que “al que come beleño, no le faltará sueño”, y “embeleñar” viene a significar adormecer. En Galicia se conoce como “herba dos ouvidos”, pues no se recuerda lo acontecido tras su consumo. Y el Tesoro de la Lengua Castellana o Española (1611) de Sebastián de Covarrubias (1539-1613) apunta: “Del veleño entiendo haberse dicho envelesarse, que es pasmarse y estar embelesado, y embelecos los engaños que nos hacen los embustidores y charlatanes, que nos sacan de sentido” (33). La mandrágora (del griego “mandras”, establo, y “agrauros”, deñoso), conocida también como “Anthropomorphon”, por cuanto su raíz semeja a un pequeño cuerpo humano con sus cuatro extremidades, era otra de las plantas solanáceas más relacionada con el entorno de la brujería, y su consumo tiene efectos muy parecidos a los del beleño (sedación inicial y efectos anticolinérgicos potencialmente mortales). En Alemania, desde el tiempo de los godos, el término “alraun werzel” es sinónimo de bruja o raíz de mandrágora. De hecho, las brujas admitían que arrancando la planta del pie de los cadalsos (pues se tuvo por cierto que crecía debajo de las horcas, al ser fertilizada por la sangre de los cadáveres y de ahí el nombre alemán “Galgenmannlein”, u hombrecillo de las horcas) podían transformar a los hombres en bestias o pervertir la razón, enajenando a las personas (34). También el estramonio, que suele crecer en huertas y campos de cultivo, era otra planta habitual en los calderos de brujas, y de hecho, su nombre procede de la acepción “estremonia” (castellano y catalán antiguo), que viene a significar brujería o magia. En la actualidad, sabemos que las solanáceas (beleño, belladona, mandrágora, estramonio, etc.) son plantas ricas en alcaloides dotados de una gran actividad sedante, como la hiosciamina y la escopolamina, de amplio uso en la historia de la analgesia y, más recientemente, de la psiquiatría. Sin embargo, los usos tóxicos extramedicinales de estas plantas han sido históricamente más habituales.
El aspecto físico de la vieja bruja, tras la aplicación de la untura, también es aportado por Cervantes: “… denegridos los labios, traspillados los dientes, la nariz corva y entablada, desencaxados los ojos, la cabeza desgreñada, las mejillas chupadas, angosta la garganta y los pechos sumidos” (12). Laguna también describe, de forma muy parecida, los efectos tóxicos inducidos por el beleño: “a los que tragaron el hyoscyamo blanco sobreviene gran relajación de junturas, apostémaseles la lengua, hínchaseles la boca, inflámaseles y paréceles turbios los ojos, estréchaseles el aliento, acúdeles sordedad con váguidos de cabeza, y una comezón de las encías, y en todo el cuerpo” (11).
Y no solamente en El coloquio de los perros hace referencia Cervantes a las unturas de brujas. También son mencionadas, aunque no relata sus efectos, en Los trabajos de Persiles y Sigismunda, cuando comenta las actividades de Cenotia, una hechicera morisca experta en la elaboración de ungüentos a partir de hierbas diabólicas y capaz de volar por los aires (35).
En cualquier caso, los textos cervantinos ponen de manifiesto un hecho que hoy podría parecer evidente; en múltiples ocasiones, estos ungüentos podrían haber sido elaborados, cercenando la excusa ritual o satánica, con fines evidentemente recreativos y lúdicos. Como apuntaba la bruja Cañizares, “buenos ratos me dan mis unturas… y el deleite mucho mayor es imaginado que gozado” (12). Del mismo modo confiesa que tiene un “vicio dificultosísimo de dejar” y que “la costumbre del vicio se vuelve naturaleza”, criterios que hoy conforman parte del diagnóstico de los trastornos por abuso de sustancias. Es más, la propia Cañizares justifica en la drogodependencia sus prácticas brujeriles y su aislamiento social: “… y como el deleite me tiene echados grillos a la voluntad, siempre he sido y seré mala” (12). En esta novela ejemplar, Cervantes nos muestra a un personaje marginal, una anciana aislada socialmente, que es adicta a las unturas elaboradas con plantas alucinógenas, merced a la búsqueda de un placer sexual que no puede obtener, dada su edad, por otras vías. En suma, una persona estigmatizada, en una sociedad marcada por el puritanismo de la Contrarreforma.
De forma distinta, en los textos lopianos, las llamadas a los agentes psicotrópicos, muchas veces relacionados con un simple inventario, a modo de bodegón, es harto habitual, tópico que puede constituir una mera extrapolación del interés, tanto popular como literario, que por estos temas hubo durante el Siglo Áureo. En este contexto, los efectos tóxicos o salutíferos de estas sustancias tampoco escaparon a la pluma del dramaturgo madrileño, aunque estos recursos literarios fueron habitualmente de carácter simbólico y metafórico. En suma, podemos afirmar que las obras lopianas reflejan el saber enciclopédico de su época y que Lope de Vega logró el arduo triunfo de difundir el conocimiento sobre la naturaleza legado por los clásicos al pueblo llano, sin desmerecer la atención por parte de las clases más cultivadas.
Conclusión
Cervantes y Lope de Vega son los dos grandes autores del Siglo de Oro español. Ambos abordaron en sus textos literarios el tópico de la brujería y de la botica hechiceril, aunque desde enfoques diametralmente opuestos. Para ello recurrieron, como herramienta documental, a las más destacadas obras científicas de su tiempo; el Dioscórides de Laguna en ambos casos y la Historia Natural pliniana en el segundo. El uso de estas obras como herramienta referencial y documental no supone ninguna merma de la creatividad artística de ambos autores, como se podría pensar desde planteamientos reduccionistas, sino todo lo contrario: una aproximación de la ciencia a la literatura por primera vez en la historia de las letras españolas.
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Francisco López-Muñoz
Real Academia Nacional de Medicina de España
C/ Arrieta, 12 · 28013 Madrid
Tlf.: +34 91 159 47 34 | Email de correspondencia
Año 2018 · número 135 (01) · páginas 50 a 55
Enviado*: 20.02.18
Revisado: 27.02.18
Aceptado: 27.03.18
* Fecha de lectura en la RANM