Año 2020 · Número 137 (02)

Enviado: 12.07.20
Revisado: 17.07.20
Aceptado: 28.07.20

Relato de un médico que enfermó de COVID-19

Account of a doctor who fell ill with COVID-19

DOI: 10.32440/ar.2020.137.02.cc02

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ES COMO UNA GRIPE

Empezó un domingo en el monte. Más precisamente cerca de la cumbre del Cerro de la Almenara, junto a Robledo de Chavela, donde noté un primer escalofrío que atribuí a un desequilibrio entre la cantidad de ropa de abrigo y la frialdad del viento. Nada más. Me sentía fuerte y capaz: volví a casa tras más de 15 km de senderismo en perfecta forma física, sin agujetas, con el sano cansancio de esta actividad.

En los días previos había ya cierto revuelo en el hospital. Se habían suspendido todos los permisos docentes, por si acaso. Las reuniones diarias matutinas de coordinación de los ingresos se alargaban con discusiones sobre la nueva enfermedad (con el nombre recientemente acuñado de COVID-19), sobre cómo estaba afectando a nuestros colegas italianos (que nos escribían extremadamente alarmados) y sobre cómo tenía que reaccionar el hospital. Yo leía con avidez todas las publicaciones científicas, casi todas procedentes de China, y estaba tranquilo: al fin y al cabo, se trataba de un síndrome gripal con una mortalidad no mayor que la propia gripe, pero más riesgo de contagio. Nadie había mencionado su larga duración o su gravedad, y gripes habíamos visto muchas. Personalmente, poco tenía que preocuparme: estaba sano y no tenía ningún factor de riesgo. Estaba en las líneas de los que luchan, no de los que sufren la enfermedad.

La información disponible entonces se demostró incompleta e imprecisa: cuando la OMS alertó y empezamos a conocer la gravedad de la enfermedad, lo explosivo de su contagio, su extraño y prolongado curso clínico, o el hecho de que las estancias en UVI se prolongaban enormemente y bloqueaban las camas más tiempo del previsto, ya la teníamos encima. Era tarde. Nuestro hospital, centro de referencia para estas pruebas, sólo podía hacer 8 PCR cada 4 horas, por el tiempo requerido por el procedimiento. Y pensábamos que cambiar de uso unas pocas plantas sería suficiente. Al final la ocupación del hospital llegó a cerca del 150% de la habitual.

Y SEGUÍ TRABAJANDO

Seguí trabajando. Claro, al fin y al cabo, los síntomas no eran tan graves. Aunque a lo largo de la semana empecé a sentirme algo cansado (¡tanto trabajo!) y a toser con una intensidad que alarmó a mis compañeros y yo atribuí a un resfriado. Aunque me encerraba en mi despacho, dejaron de entrar en él (o se quedaban en el umbral) y de acercarse a mi, de forma que el jueves de esa primera semana decidí teletrabajar. El viernes tenía reuniones en Consejería y en el hospital, no tenía derecho a imponérselas a otro. Descubrí después que en ambas reuniones había ya un buen número de enfermos, varios de ellos Jefes de Servicio. A la salida de la última reunión, la jefe de Salud Laboral me abroncó con toda justicia, me exigió que no volviera al hospital y programó una PCR el sábado, que fue positiva. Pero no inesperada.

Muchos médicos pecamos de presentismo, definido como el hecho de ir a trabajar con enfermedades con las que prohibiríamos a nuestros pacientes hacer cualquier actividad. Consecuencia de una responsabilidad quizás mal entendida, asociada a la crónica escasez de personal de la sanidad pública. Quizás debemos reflexionar y faltar más veces.

En los siguientes días fui empeorando claramente. Comenzaba el confinamiento, del que no fui muy consciente, al encontrarme ya tremendamente débil y cansado, con tos seca constante, fiebre creciente y un síntoma especialmente molesto: todo me sabía mal, dulce o salado, con una percepción excesiva y sin matices de los sabores. El vino olía y sabía a lavavajillas, dejé de beberlo. Me fastidiaba no disfrutar de los alimentos, fui comiendo menos y con gran esfuerzo.

EL CUERPO NO REACCIONA BIEN FRENTE A ESTE VIRUS

Seguían pasando los días y no iba a mejor. Persistía una fiebre en picos que los antipiréticos no controlaban, una astenia que me agotaba al subir o bajar un solo tramo de escaleras, mialgias, un intenso dolor de cabeza y diarrea. Mi esposa, médico de familia, empezó a auscultar crepitantes y me convenció: tenía que ir al hospital. Cuando llegué, todo había cambiado. No reconocí las Urgencias.

Es impresionante la capacidad de mutación y adaptación que han mostrado los hospitales y centros de salud para hacer frente a un virus mutado. Todo cambió rápidamente para enfrentar a un enemigo desconocido. Se escribirán libros y muchos ejecutivos, muchas empresas, estudiarán y aprenderán quizás de lo que hicieron los sanitarios.

La radiografía confirmó una neumonía unilateral (retrospectivamente ya era bilateral) y los análisis mostraron muchos de los hallazgos esperables, además de un deterioro de la función renal y una elevación masiva de la CK. Me sugirieron que debería ingresar, pero lo rechacé por lo que entendí en ese momento como sentido de responsabilidad. Médico casado con médica, consideraba que tenía medios para vigilarme y tratarme en casa, medios que otros pacientes no tendrían, haciendo mejor uso de la cama que dejaba inocupada. Tras hidratarme con sueros y proveerme de antivíricos, antipalúdicos y azitromicina (el protocolo terapéutico en ese momento) regresé a casa.

Ahora, no entonces, conocemos los criterios de gravedad y los predictores de insuficiencia respiratoria, yo tenía algunos. Era previsible que no mejorara. Posiblemente la decisión correcta hubiera sido ingresar, pero ¿qué sabía yo, qué sabíamos todos entonces, con los ingresos duplicándose cada día hasta un nivel nunca conocido? ¿Cuántos pacientes fueron dos, tres veces a Urgencias hasta que fue inevitable el ingreso, o el fallecimiento, como sucedió a un amigo de mi edad?

INCAPAZ DE RESPIRAR, INCAPAZ DE RECORDAR

De los siguientes días tengo recuerdos menos precisos. Seguía con fiebre alta e incontrolable, tos, mialgias, una diarrea que regresó y se agravó por los fármacos, disnea creciente. Empecé a desaturar, pero no era claramente consciente de la dificultad respiratoria que tenía. Mi esposa me vigilaba y aleccionó a una de mis hijas, que instaló su puesto de trabajo enfrente de mi sofá (las tres hijas estaban trabajando en distintas habitaciones de la casa, no supe hasta mucho más tarde las instrucciones que tenían para vigilarme). Medían y anotaban temperatura y saturación (que bajaba alarmantemente con la tos, pero se recuperaba poco después). Me costaba un mundo comer algo (nunca ha sabido tan mal la comida, sufriendo cuando me preparaban mis platos favoritos), apenas me movía del sofá a la cama. Intentaba leer series de novela negra a las que soy aficionado (el comisario Montalbano me acompañó en mi enfermedad), pero cada vez era menos eficiente. Las noches fueron a peor, con ortopnea e incapacidad absoluta de pronación, siendo esa precisamente mi postura habitual para dormir, lo que reducía la eficacia del sueño.

Aunque la pronación parece haber sido eficaz en muchos pacientes para mejorar la dinámica respiratoria, aparentemente no lo es en todos los casos. Me fue imposible dormir boca abajo durante casi dos meses, aún recuerdo la primera noche en que volví a hacerlo.

Al cabo de una semana la saturación de oxígeno seguía cayendo. Era incapaz de inspirar profundamente, con una sensación de quemazón difícil de describir y una desincronización muscular con espasmos del diafragma. Cada vez era menos consciente y más incapaz de comprender lo que pasaba. Decían los griegos clásicos que los dioses ciegan a quienes quieren perder. Tras una semana de deterioro, acepté la petición de mi esposa de volver al hospital a repetir las pruebas. El tratamiento estaba siendo ineficaz. Pero yo quería conservar mi autonomía.

En ese momento la decisión era crítica. Sabemos que muchos enfermos desarrollan una insuficiencia respiratoria grave en horas, que en ocasiones causa la muerte por retraso de la asistencia. Mi esposa confiesa que pasó la noche vigilando si respiraba. Si no me hubiera dejado llevar al hospital quién sabe si estaría escribiendo esto.

LA SOLEDAD DEL ENFERMO AISLADO

A la llegada la neumonía era bilateral y extensa, mis análisis peores y la necesidad de ingreso inexcusable. Un buen compañero de Urgencias me exigió que me comportara como un enfermo, no como un médico. Me llevaron en silla de ruedas (para mi desconcierto y enfado) hasta Neumología, donde mi baja saturación aconsejó el ingreso inmediato en una Unidad de Cuidados Respiratorios Intermedios. Cuatro enfermos en la habitación. Casi todo el tiempo solos (confuso, no entendía bien la limitación de entradas y la necesidad de uso de equipos de protección de todo el personal). Del oxígeno pasé de inmediato a una ventilación mecánica no invasiva, un aparato incómodo, pero que conseguía sostener mi saturación.

El hospital habilitó en esos días un gran número de camas de cuidados intermedios para pacientes que no precisaban respirador, con la intención de limitar en lo posible el uso de las camas de UCI para pacientes con ventilación invasiva. En otros hospitales se mezclaban ambos grupos. De nuevo es crítica la capacidad de adaptación a los recursos disponibles.

No recuerdo cuantas noches pasé en la primera habitación. Sí recuerdo que de los cuatro pacientes fallecieron dos. Una mujer mayor y un hombre que la primera noche sufría un delirium franco. Ambos mayores. Los cadáveres me acompañaron durante muchas horas. Recé por ellos, no olvidaré sus nombres.

MANTENER LA DIGNIDAD

Las neumólogas me trataron mejor de lo que merecía, explicándome qué pasaba y cómo iba en el breve pase de visita a cara cubierta. No parecía ir a mejor: fiebre, desaturación, diarrea, me dolía el tórax y algo interior en cada inspiración. El primer día cometí la imprudencia de ducharme usando el tubo largo de oxígeno: la disnea fue tan grave que creí no poder terminar, estuve a punto de pedir ayuda. No he corrido una maratón, pero no creo que llegara a la cama mucho mejor. No sé si fue esa tarde cuando me dieron un buen susto: vinieron a verme dos médicos de la UCI. Dijeron que era una visita de cortesía, al ser un compañero. Empecé a considerar el hecho de que pudiera necesitar ventilación mecánica: dormir sin saber si despertarás. No es agradable pensarlo, no ayudó a mejorar mi fragilidad mental de esos días.

Se ha criticado mucho, por personas sin los conocimientos debidos, la toma de decisiones sobre los ingresos en UCI. Pese a la enorme sobrecarga, pese al estrés, pese a la escasez, todo lo que vi – y lo que he visto después – fueron decisiones clínicas, compasivas, sabias, adaptadas a las necesidades de cada persona por cada médico responsable. ¡Qué malo es hablar de lo que se desconoce!

Pese a mi estado, seguía intentando mantener alguna actividad y toda la dignidad posible. Realizando yo mismo mi higiene personal en la cama, sin ayuda. Vigilando mi monitor. Leyendo a ratos en el ipad. Leyendo en el móvil los mensajes de apoyo. Ya apenas los contestaba, pero me ofrecían un consuelo de una cuantía difícil de describir. Lo mismo que la oración, propia y ajena. Tantas personas preguntando, amigos de muchos países rezando a muchos dioses distintos por mí. Una alumna de doctorado en México me confortó y emocionó: “no se muera, profesor, que usted hace aún mucha falta en este mundo”. Y sobre todo ello, las visitas diarias de un minuto y desde la puerta de mi esposa, cuando venía a recibir información y traerme apoyo. Estamos aquí. Y una breve charla con las hijas a la hora de cenar.

NO PUEDES DEJAR DE SER MÉDICO

Ampliando el número de camas, se abrió una nueva sala de cuidados respiratorios intermedios en el gimnasio de traumatología, en el que había pasado muchas horas de fisioterapia de un hombro. Fui el primer paciente en estrenarla. Me pusieron al lado de una ventana (una mañana vi nevar) y poco a poco se me unieron doce personas más. Todos monitorizados y con ventilación no invasiva. Todos graves. Atendidos por muy poco personal, no todo él experto, como es lógico. No lo había.

Y creo que yo seguía empeorando. Un pequeño acceso de tos, un giro en la cama, bajaba la saturación al 80% pese al soporte, tardaba en recuperarme un rato. Seguía leyendo, durmiendo y oyendo misa en el móvil. Intentaba comprender qué les pasaba a los pacientes más cercanos. Estábamos muchas horas solos, especialmente antes y después de los cambios de turno. En ocasiones saltaban las alarmas de muchos monitores a la vez y sonaban durante largo rato; se oían pacientes llamando a gritos durante muchos minutos a las enfermeras (no dio tiempo a instalar un sistema de timbres). Me alegra no recordarlo todo, afortunadamente la memoria es capaz de esconder o llenar de niebla los momentos más ingratos.

Todo el personal tuvo que reinventarse. Especialistas de toda área pusieron toda su disponibilidad para ayudar a especialistas más cercanos a la enfermedad. Mi hospital reunió en un equipo a neumólogos, infectólogos, internistas y geriatras (unidad MacroCOVID), que dirigían equipos de cualquier especialidad médica. Los traumatólogos pronaban pacientes en las UCIs. Otros ayudaban a Salud Laboral. Las enfermeras veteranas formaban a las menos expertas y vigilaban el uso de monitores y aparatos de soporte ventilatorio. Y yo no dejo de recordar que el rato más humano de cada día eran las breves interacciones sociales con las mujeres (sí, siempre mujeres todavía) que limpiaban las habitaciones. Mi reconocimiento a todas. Su apoyo y ánimo es impagable.

Una noche de duermevela un enfermo enfrente de mí sufrió una parada respiratoria. Afortunadamente, la enfermera se dio cuenta y empezó a intentar reanimarle. Tuve el lógico impulso que mi formación educó: saltar de la cama a ayudar. No pude. Fui muy consciente ese mismo minuto de que sólo en recorrer los pocos pasos de distancia entre una y otra cama me convertiría no en una ayuda, sino en un problema. Llegó ayuda y mi compañero sobrevivió. Afortunadamente.

Sufrí un episodio de fibrilación auricular o arritmia supraventricular. Lo detecté con palpitaciones, lo confirmé con el monitor, lo traté con maniobras vagales y cedió antes de que el cardiólogo de guardia llegara a revisar mi ECG. De nuevo uno no puede dejar de ser médico del todo.

NO TODO ES EVIDENCIA

En un momento dado la progresión de los análisis hizo que cumpliera los requisitos del protocolo vigente para ponerme tocilizumab, un anticuerpo monoclonal. La disponibilidad no era alta, por lo que sólo se usaba en pacientes con criterios clínicos de lo que se ha venido a llamar una tormenta de citoquinas. En mi caso hubo un antes y un después. En las siguientes 24 horas empecé a sentirme mejor, a dejar de desaturar. Tanto mejoré que, después de muchos días, mi condición permitía pasarme a planta. A la de Geriatría, a la mía.

La investigación de nuevos fármacos en este entorno es muy complicada. Especialmente por la heterogeneidad de situaciones (gravedad, momento de la enfermedad, situación previa, otros fármacos). Pero la investigación ha partido siempre de observaciones clínicas. No sé si este fármaco demostrará ser útil o no. Se puso en menos del 2% de los casos en mi hospital, había poco y se protocolizó estrictamente con criterios clínicos y analíticos. Pero es difícil convencerme de que un medicamento que rompió el curso de la enfermedad no hizo nada. Quizás tocaba la mejoría ese día, porque sí. Quién sabe.

EL TRABAJO EN LA SOMBRA DE ATENCIÓN PRIMARIA

Consiguieron retenerme en la planta dos días más. Cada día mejoraba la respiración, el estado general e incluso el apetito. Seguía tosiendo. La radiografía aún no estaba mucho mejor que al ingreso. Pero era obvio que había cogido por fin la cuesta hacia arriba. Disfruté de la discreción de mi compañero de habitación, sólo levemente enfermo pero agobiado por no contagiar a su hija asmática. Se fue a un hotel sanitario hasta curar del todo. Tuve el privilegio de ser paciente de los excelentes médicos y enfermeras de mi Servicio. Volví por fin a casa.

Cuando miro la primera foto que me atreví a enviar a mi madre – me veía bastante bien – encuentro a una persona pálida, demacrada, con una franca pérdida de peso. Cada día me encontraba un poco mejor (muy lentamente), cada día me daba cuenta de todo lo que me faltaba. Desde el diagnóstico, recibía llamadas periódicas de mi médico de familia y mi enfermera de atención primaria. Primero preguntaban a mis hijas, que cogían el teléfono. Más adelante me llamaban a mi. Animándome, apoyándome.

Me cuesta mucho entender la incomprensión, incluso el desprecio, de tanta gente por el papel de atención primaria en esta crisis. Han visto muchos más enfermos que los hospitales, han cambiado su forma de trabajar, y han conservado el sistema en pie. Sin olvidar los aspectos humanos. De familia, se llaman, y bien llamados están. Muchos especialistas de los hospitales podríamos aprender a respetarlos más y escucharlos mucho más.

DESPACIO

Inicié un programa de rehabilitación que yo mismo me prescribí. Dejé de usar el concentrador de oxígeno y empecé a hacer ejercicios respiratorios y a caminar. Primero cinco minutos por la habitación. Quedaba agotado. Pero iba a más. Cada día un poco más. Hasta que llegué a caminar más de una hora por casa. Al principio no podía subir un tramo de escaleras sin parar, poco a poco llegué a hacer tres tramos seguidos (eso sí, ahogado y desaturado). Mejorando más despacio de lo que querría. Intentando ganar peso, tomaba el aperitivo con mi esposa y mis hijas, en la terraza los días de sol. Volvía, en todo caso, a ser yo.

Desde Hipócrates sabemos de la importancia de la dieta para curar enfermedades. Desde hace décadas conocemos el valor del ejercicio para prevenir y curar enfermedades. ¿Por qué aún la mayoría de los médicos se lo creen tan poco?

Y eso que el dolor torácico iba a más. Tanto que me exigieron hacerme un angioTC para descartar un tromboembolismo. Lo que mostró el TC fue una fractura costal de estrés por la tos (luego eran dos, el TC es poco sensible en fase precoz). Causan un dolor intenso con la inspiración. Es un hueso que no se puede inmovilizar sin consecuencias. Esto retrasó mi recuperación. Empezaba a sentirme como un traidor. Todos trabajando en el hospital y yo dando trabajo. Qué injusto. Al final todo el proceso me tuvo dos meses de baja.

Las fracturas costales de estrés se dan en mujeres mayores osteoporóticas. Y también se dan en determinados deportistas (remeros, bateadores) por desequilibrio en los balances musculares de tórax y abdomen. Quizás no sé toser bien.

Mi cabeza iba más deprisa que mi cuerpo, sin duda. Intenté trabajar, contestando a algún correo. Una hora de trabajo me cansaba más que una jornada de doce horas antes, me exigía tumbarme a descansar el doble o triple del tiempo que había estado activo. Me obligué de nuevo a comportarme como un enfermo, a usar tiempo en leer (y volver a disfrutar de lo leído), me puse a hacer puzzles, un entretenimiento largo tiempo abandonado.

Ya he vuelto a trabajar, a tiempo completo, con extras todas las tardes. Soy capaz de andar 10 km al día, me recupero bien de los esfuerzos. He vuelto al gimnasio, aun con un cierto dolor en las costillas. Me queda como secuela una disnea de esfuerzo (hablar subiendo cuestas) contra la que sigo luchando sin desmayo y un mayor cansancio al final del día. Tras el verano, espero volver a subir a algun monte. Cuando llegue arriba sabré que vuelvo a ser el mismo.

DECLARACIÓN DE TRANSPARENCIA

El autor/a de este artículo declara no tener ningún tipo de conflicto de intereses respecto a lo expuesto en el presente trabajo.

Autor para la correspondencia
Alfonso J. Cruz Jentoft
Real Academia Nacional de Medicina de España
C/ Arrieta, 12 · 28013 Madrid
Tlf.: +34 91 159 47 34 | Email de correspondencia
Anales RANM
Año 2020 · número 137 (02) · páginas 150 a 153
Enviado: 12.07.20
Revisado: 17.07.20
Aceptado: 28.07.20