Año 2024 · Número 141 (01)

Enviado: 30.05.23
Revisado: 11.06.23
Aceptado: 28.06.23

Alcance y desafíos de las relaciones mente-cerebro en el contexto del diálogo entre la neurociencia y la filosofía

Scope and challenges of mind-brain relationships in the context of the dialogue between neuroscience and philosophy

DOI: 10.32440/ar.2024.141.01.rev07

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Resumen

Las así llamadas «relaciones mente-cerebro» se muestran como un lugar privilegiado para entender al ser humano de manera unitaria en sus aspectos biológicos y psíquicos. Desde aquí se descubre la necesidad de un enfoque interdisciplinar que permita comprenderlo de una manera integral. Este enfoque puede realizarse, al menos, en dos direcciones, tomando como modelo el diálogo entre la neurociencia y la filosofía. La primera de ellas, sigue un recorrido de la neurociencia a la filosofía y abarca, sobre todo, el tema del conocimiento, principalmente en los llamados sentidos internos. La segunda se extiende desde la filosofía a la neurociencia a través de la profundización en temas como la atención, la memoria y los hábitos. Desde esta visión, surge una comprensión de las relaciones mente-cerebro en la que el abordaje interdisciplinar es sumamente importante. A partir de esto, proponemos una posible aplicación de esas relaciones al ámbito ético, inspirados por el filósofo Alasdair MacIntyre en su análisis de la vulnerabilidad humana en un contexto de co-dependencia social.

Abstract

The so-called «mind-brain relationships» are shown to be a privileged place for understanding the human being in a unitary way in its biological and psychic aspects. This reveals the need for an interdisciplinary approach to understand the human being in an integral way. This approach can be carried out, at least, in two directions, taking as a model the dialogue between neuroscience and philosophy. The first one goes from neuroscience to philosophy and covers, above all, the subject of knowledge, mainly in the so-called inner senses. The second extends from philosophy to neuroscience by exploring topics such as attention, memory and habits. From this vision, an understanding of mind-brain relationships arises in which the interdisciplinary approach is extremely important. From it, we propose a possible application of these relationships to the ethical sphere, inspired by the philosopher Alasdair MacIntyre in his analysis of human vulnerability in a context of social co-dependence.

Palabras clave: Mente-cerebro; Neurociencia; Filosofía; Ética; Vulnerabilidad; Cuidado.

Keywords: Mind-brain; Neuroscience; Philosophy;  Ethics; Vulnerability; Care.


INTRODUCCIÓN

Las relaciones mente-cerebro son hoy un campo de encuentro privilegiado de una antigua discusión que cruza la historia del pensamiento humano: la interacción entre lo inmaterial y lo corpóreo. Se trata de un tema que siempre ha estado presente, en distintos contextos, a lo largo de la historia de la filosofía, y que recientemente ha atraído la atención de la ciencia experimental. Por tanto, en este tema se da una peculiar convergencia de dichos ámbitos del saber, la cual ha llevado a planteamientos progresivamente más interdisciplinares (1).

En esta relación interdisciplinar pueden distinguirse tres fases principales. Por una parte, en el pensamiento antiguo, se da una continuidad entre el saber empírico y la reflexión sapiencial. En un segundo momento, sin embargo, con el desarrollo de la ciencia moderna (sobre todo a partir del siglo XV), comienza un proceso de divorcio entre la filosofía y la ciencia experimental.

En una fase más reciente (desde finales del siglo XIX y a lo largo del siglo XX), esa separación ha resultado cada vez más insatisfactoria, situación que ha abierto el camino al diálogo y a la cooperación (1,2).

De esta manera, en el momento actual tanto la filosofía como la ciencia experimental, al ocuparse de las relaciones mente-cerebro, buscan respuestas que rebasan los planteamientos de un saber aislado. Así, los estudios sobre el cerebro humano a lo largo del siglo XX han provocado la demanda de una colaboración entre distintas disciplinas biológicas, dando lugar a lo que hoy se conoce como neurociencia. Entendemos, por este saber, el análisis interdisciplinar sobre el sistema nervioso en su conjunto y de sus implicaciones en el comportamiento humano, tanto normal como patológico.

El carácter interdisciplinar de la neurociencia ha propiciado, de una manera creciente, una interacción con saberes de corte humanístico. En este contexto, las relaciones mente-cerebro han recibido nueva luz, dando lugar a desarrollos cada vez más amplios, los cuales comportan, de un modo concreto, un fecundo diálogo entre las ciencias físico-biológicas y la filosofía.

Esta interdisciplinaridad puede ser considerada, al menos, en dos direcciones. De una parte, en los últimos decenios, se han publicado estudios en los que el enfoque neurocientífico demanda una relación más estrecha con la filosofía. Entre estos, cabe destacar aquellos orientados a esclarecer lo que el pensamiento clásico denominaba «sentidos internos»: síntesis perceptiva, imaginación, estimación de valor y memoria (3). De otra parte, existen temas filosóficos de especial relevancia para la comprensión del ser humano que están siendo analizados cuidadosamente desde una perspectiva neurocientífica. Tal es el caso de la atención, la memoria, y las destrezas, rutinas y hábitos (4,5,6).

De acuerdo con esta doble dirección de la interdisciplinariedad, a la que hemos apuntado, haremos a continuación, en primer lugar, una exposición de los mencionados sentidos internos como punto de encuentro de las reflexiones de la neurociencia y la filosofía. En segundo lugar, llevaremos este análisis al ámbito de la acción humana en aquellos temas que demandan un preciso estudio neurocientífico, como los ya mencionados de la atención, memoria, destrezas, rutinas y hábitos.

Como veremos, desde las consideraciones precedentes, surge una peculiar comprensión de las relaciones mente-cerebro. A partir de esa comprensión, propondremos una aplicación de esas relaciones al ámbito ético. Para ello, nos inspiramos en el conocido filósofo moral británico Alasdair MacIntyre en su análisis de la corporalidad y la racionalidad en un contexto de co-dependencia social (7,8). Se trata, sin embargo, de unas conclusiones que planteamos en un nivel meramente hipotético.

ESTUDIOS NEUROCIENTÍFICOS QUE DEMANDAN UNA REFLEXIÓN FILOSÓFICA

Está fuera de dudas que el conocimiento es uno de los temas neurocientíficos que requieren una especial profundización por parte de la filosofía. En efecto, la neurociencia explica, en buena medida, el conjunto de fenómenos implicados en la actividad de conocer, principalmente en los niveles moleculares, celulares, sinápticos, neurofisiológicos o de neurobiología de sistemas. Sin embargo, parece bastante claro que dichos elementos no son suficientes para explicar enteramente dicha actividad. En ese sentido, algunos autores han señalado la necesidad de tener en cuenta dimensiones que podríamos llamar «inmateriales», es decir, aquellos procesos que no llevan consigo una transformación de tipo físico en la realidad captada. Al mismo tiempo, estas dimensiones se encuentran en profunda conexión con las antes mencionadas de tipo más directamente físico-biológico, que son mesurables. Consiguientemente, se observa una continuidad entre ambos planos implicados en la propia actividad de conocer.

La conexión apuntada está presente ya en los estadios más primarios del conocimiento, que corresponden a la recepción sensorial y a su transmisión dentro del sistema nervioso periférico y central. Sin embargo, la articulación entre los aspectos biológicamente medibles y aquellos de índole inmaterial se pone de manifiesto, de manera más clara, en los niveles del sistema nervioso central jerárquicamente más elevados, de carácter asociativo.

Ya en la antigüedad, Aristóteles había propuesto un estudio de los sentidos que conectaba las dimensiones fisiológicas con otras inmateriales (relacionadas con lo que él llamará «formas») (9). Desde esta perspectiva, se desarrollarán estudios, sobre todo en el medioevo, que buscarán describir el conocimiento sensible de una manera integrativa de las dimensiones mencionadas. En este ámbito, destacan autores como el médico y filósofo persa Avicena, el biólogo y filósofo Alberto Magno y el teólogo y filósofo Tomás de Aquino (10).

En nuestra opinión, todos estos autores salen al paso, al menos, de dos problemas neurocientíficos de especial relevancia. El primero consistiría en la distinción entre la captación de dimensiones más o menos discretas de los objetos (luz, sonido, olores, etc.) y otras claramente asociativas (los distintos aspectos sensibles en una captación unitaria). El segundo se refiere a la aprehensión de aspectos valorativos ligados a representaciones de los objetos, los cuales pueden ser articulados y conservados en la experiencia a través del tiempo.

Con esta perspectiva histórica, se abre la posibilidad fecunda de considerar el análisis neurobiológico en el marco de un enfoque de carácter más holístico y sapiencial. En este ámbito, puede ser útil discernir dos líneas de consideración de la sensibilidad humana: en primer lugar, la distinción entre un nivel externo de sensaciones diferenciadas y otro nivel interno de conocimiento asociativo; y, en segundo lugar, dentro de ese conocimiento asociativo, la discriminación de las dimensiones representativas respecto a otras de tipo valorativo.

Los autores de la tradición aristotélica, a la que hemos hecho referencia, se referirán a estas dos líneas distinguiendo, de una parte, entre la sensibilidad externa (los cinco sentidos descritos clásicamente) y la interna; y, dentro de esta última, entre los sentidos internos representativos (unificación sensorial e imaginación) y los valorativos (estimación y memoria) (3).

De este modo, para entender mejor el conocimiento humano, la investigación neurobiológica puede beneficiarse notablemente de un marco conceptual que distinga los sentidos externos y los internos y, dentro de estos, entre los representativos y los valorativos. Desde aquí, puede intentar comprender cómo los sentidos internos se articulan unitariamente en las redes neuronales de las cortezas asociativas.

ESTUDIOS FILOSÓFICOS QUE REQUIEREN UN ANÁLISIS NEUROCIENTÍFICO

En un ámbito más propio de la antropología filosófica, los temas que en nuestra opinión reclaman una articulación interdisciplinar con la neurociencia son, al menos, los tres siguientes: la atención, la memoria (ya mencionada también en el apartado anterior) y los hábitos.

En efecto, en el conjunto de la actividad de la persona, pueden observarse varios procesos distintos entre sí, que configuran, sin embargo, una unidad, a saber, la acción humana (3,11). La continuidad entre ellos es posible, a nuestro parecer, en virtud de una circularidad entre el conocimiento y la acción, que acontece a través de la concentración selectiva de la información (atención) y de la conservación tanto de los datos valorativos (memoria), como de los esquemas comportamentales (hábitos). Las investigaciones sugieren que, en estos ámbitos, la interacción entre la reflexión filosófica y los análisis neurocientíficos es altamente valiosa (12,13,14). Pasemos, a continuación, a describirlos brevemente desde un punto de vista antropológico.

Por lo que se refiere al proceso atencional, conviene subrayar, ante todo, que se trata de una actividad compleja, que implica siempre distintos grados de conocimiento (por ejemplo, sistemas de alerta, selección de valores y orientación hacia objetivos), la intencionalidad más o menos voluntaria y una preparación para la acción (4,12).

De una parte, nuestro conocimiento está abierto a la recepción, en principio ilimitada, de estímulos de muy diverso tipo. Esta apertura constituye una disposición básica, necesaria para la supervivencia, y que puede ser entendida, de alguna manera, como un estado de alerta. Sin embargo, el propio carácter ilimitado de la recepción sensorial requiere una selección de los datos que permita actuar en la realidad concreta, sobre la cual versa la experiencia del sujeto. Esta selección se funda en distintos aspectos de valor y, por tanto, requiere una estimación de lo conocido, tanto en el plano interno como en el externo. Además, el resultado de dicha estimación motiva la afectividad del individuo, y a través de ella, permite la ulterior aplicación del conocimiento a la acción. Esta aplicación puede ser más o menos voluntaria o instintiva de acuerdo con el nivel de motivación y con la afectividad.

De esta manera, la capacidad atencional está en la base de la dirección voluntaria de las acciones, y, a su vez, esta dirección al fin es lo que da un sentido unitario a todo el obrar humano. Junto con la atención, este proceso unificador requiere, además, la conservación de la experiencia en la elaboración de su valor y en la estabilización de las acciones ya realizadas. Todo ello requiere articular, de forma armónica, la atención con la memoria y los hábitos, que pasamos a describir a continuación.

Por una parte, la memoria es esencial para la integración del conocimiento sensible. Como hemos afirmado antes, este tiene dos dimensiones fundamentales, a saber, una representativa y otra valorativa, de las que la segunda presupone la primera. La memoria consiste, precisamente, en la conservación de la experiencia sensible en su dimensión valorativa, y establece, por tanto, una continuidad integrativa del conocimiento con la afectividad. Gracias a la memoria, el individuo reconoce su propia continuidad en el proceso de sus acciones, unificando e integrando su experiencia externa e interna. (3,13).

Junto a lo anterior, la memoria es importante también en la dinámica atencional, ya que conserva y elabora la información previamente seleccionada. Gracias a esa elaboración, la memoria otorga contenido a la afectividad y predispone a la acción respecto a los objetos conocidos y deseados. Además, la actividad sobre esos objetos proporciona una nueva fuente de información y valoración sobre la realidad, que, a su vez, enriquece progresivamente nuestra experiencia. La memoria, por tanto, no solo unifica los datos externos, sino que, de hecho, da continuidad global a toda la experiencia sensible y contribuye, de este modo, a la configuración de la conciencia de sí.

Por otra parte, los hábitos constituyen también un importante tema filosófico que demanda una interacción con los análisis neurocientíficos (6,14,15). Para entenderlo, es importante tener en cuenta el papel que estos tienen en la conducta humana en su conjunto. En efecto, el ser humano persigue, con su acción, unos objetivos a través de unos medios, y estos medios pueden ser tanto de tipo natural como adquiridos o comportamentales.

En el plano natural, los medios pueden consistir en instrumentos externos (físicos, tecnológicos, socioculturales, etc.), o bien internos (constitución psicosomática, temperamento, etc.), y es en este ámbito donde se encuentra lo que se suele indicar con el término neurobiológico de «destrezas», las cuales están más o menos abiertas a desarrollos plásticos. En cambio, en el plano de lo adquirido, dichos medios se incorporan al sujeto progresivamente con su experiencia, y aquí la plasticidad neurobiológica juega un papel muy importante. Dichos medios, a su vez, pueden estar conectados más directamente con dimensiones psicobiológicas (rutinas), o bien pueden ser de tipo propiamente racional (hábitos). Las primeras se encuentran también en los animales, mientras que las segundas son propiamente humanas y atañen a esferas tanto científicas como técnicas y éticas.

La idea de hábito ha sido ampliamente tratada por la psicología experimental (15,16). Desde esa perspectiva, los hábitos no se distinguen netamente de las rutinas, o bien lo hacen en un ámbito puramente social y convencional. De acuerdo con esta visión, los hábitos aparecen como comportamientos estereotipados, que pueden contribuir a la convivencia humana. Por ello mismo, tienden a ser considerados como modos de conducta más o menos fijos e invariables, semejantes a automatismos.

Sin embargo, desde el punto de vista de la antropología filosófica, los hábitos se muestran como cualidades internas que van potenciando nuestras actividades. Así, desde este punto de vista, se escapan a una concepción tanto determinista como mecanicista, es decir, que los reconozca bien como automatismos perfeccionados o como meros mecanismos conductuales. Por ello, los hábitos, así considerados, no implican simplemente una conducta estereotipada y determinada desde fuera del sujeto, sino la estabilización de un comportamiento controlado por el propio individuo. Desde aquí, puede entenderse el vínculo entre los hábitos y la toma de decisiones, en la medida en que aquellos permiten un dominio progresivo de las propias acciones del sujeto, en el contexto de su comportamiento libre.

Conviene subrayar que las perspectivas de la psicología experimental y la antropología filosófica no son excluyentes sino más bien convergentes. La primera, analiza una dimensión de nuestro actuar (las rutinas) que implica los comportamientos estereotipados con una base neurobiológica. La segunda, por su parte, estudia la estabilidad de nuestro actuar en cuanto disponible al propio sujeto. En ambos casos, se da una estabilidad en la conducta, pero, en las rutinas, esta aparece como rígida y determinada de modo que tiende a ser inflexible. En cambio, los hábitos están disponibles al propio sujeto y proporcionan una unidad a su comportamiento. Sin embargo, la propia fijeza de las rutinas no solo no excluye los hábitos, sino que sirve como base e instrumento a la estabilidad de estos.

Así, en la medida en que los hábitos estabilizan y unifican el comportamiento humano y están disponibles para el individuo, permiten a este dirigir sus propias acciones de una manera que puede describirse como «potenciada» o «incrementada» respecto a su propia capacidad natural. Con todo, esta potenciación no es necesariamente positiva, sino que también puede ser negativa, y, en este caso, se habla de un defecto adquirido que tiende a impedir los fines del sujeto. En cambio, la potenciación positiva constituye un instrumento coherente con los propios objetivos que se propone el individuo.

En ese sentido, los hábitos constituyen una dimensión antropológica fundamental como base del obrar moral, pues permiten pasar de la estabilización a la dirección del comportamiento de una manera que configure la afectividad y facilite la toma de decisiones voluntarias. Además, en esa conexión, se manifiesta también la continuidad entre el ámbito neurobiológico (correspondiente a las rutinas) y el de lo moral, es decir, los hábitos entendidos como perfeccionamiento interno del sujeto que lo lleva a una plena realización humana.

De acuerdo con lo dicho en este apartado, podemos distinguir una secuencia entre adquisición de información por medio de la atención, la conservación de esta en la memoria y su aplicación y desarrollo –a partir de esa conservación– en los hábitos. Desde aquí, podemos acceder a la comprensión de la identidad humana en el tiempo. Y la neurociencia nos ayuda a una mejor comprensión de dicha identidad, investigando en profundidad los mecanismos neurobiológicos que están en la base de la atención, del almacenamiento y disposición de la memoria sensible y de la organización de las rutinas y destrezas.

CORPORALIDAD Y RACIONALIDAD: DIMENSIÓN ÉTICA DE LA BIOLOGÍA HUMANA

Lo dicho en los apartados anteriores, pone de manifiesto la necesidad de comprender el ser humano de una manera integral. Ese enfoque, al intentar abarcar tanto las dimensiones biológico-corpóreas como aquellas psíquicas o inmateriales, señala la relevancia de las relaciones mente-cerebro. En este sentido, la antropología filosófica ofrece a la medicina, en nuestra opinión, una perspectiva privilegiada, al iluminar la comprensión de la realidad unitaria del ser humano no solo en su composición estructural, sino también en su desarrollo y en sus posibles deficiencias.

En efecto, desde sus albores, la medicina ha procurado entender y resolver los problemas relativos a la salud y a la enfermedad, y, para ello, ha elaborado una propia antropología (17,18,19). Así, la comprensión unitaria del ser humano, que es un aspecto nuclear de esta antropología, ha conducido progresivamente a profundizar en las relaciones mente-cerebro. De esta manera, la idea misma de salud implica el completo bienestar no solo físico, sino también mental y social.

El concepto de salud, así entendido, hace referencia implícitamente a un estado que se considera óptimo, hacia el cual se orienta la ciencia y la práctica médicas. Dicho estado aparece –al menos en ese ámbito– como una parte integral del telos o fin del ser humano, y por ello tiene un cierto carácter normativo (20,21). En ese sentido, el cuidado de la salud aparece como un derecho y un deber, distinto, en cualquier caso, de un presunto derecho a estar sano.

Por consiguiente, podemos hacer, al menos, dos afirmaciones acerca de la salud. Por un lado, esta es un elemento integrante del fin humano, necesaria para alcanzarlo: es preciso gozar de un mínimo de salud para vivir de una manera adecuada al ser humano. De otro lado, la salud es solo una parte de nuestro telos, puesto que este incluye también otras posibles dimensiones que trascienden la perspectiva médica. En efecto, la salud, como la hemos descrito, es, en último término, un bien instrumental, puesto que nadie desea la salud por ella misma. En cambio, el ser humano aspira a un fin que sea bueno por sí mismo –no para algo distinto–, al que los otros bienes contribuyen como medios (22). La salud, por tanto, coopera en favor del bienestar humano junto con otras dimensiones, como el conocimiento, la afectividad o las aspiraciones morales, todas ellas existentes en el contexto de las relaciones con los otros seres racionales.

Surge así la cuestión de entender cómo la salud se articula con esas otras dimensiones en un entorno social, puesto que la experiencia muestra que un cierto grado de plenitud es compatible con nuestra propia vulnerabilidad (7,8,23,24). En la medida en que el telos humano incluye factores que trascienden la salud, el cuidado de esta tiene un carácter necesario, pero instrumental. Al mismo tiempo, su conexión con el fin integral del ser humano manifiesta que no se trata de un medio meramente productivo, sino más bien de la condición global que permite alcanzar ese fin.

Ahora bien, esa condición global no depende enteramente de la acción humana (nadie se da a sí mismo la salud de una manera perfecta), sino también de factores externos y contingentes. Entre estos, se encuentra, en primer lugar, la relación con los demás seres racionales (25,26), cuya acción influye indudablemente en la nuestra; pero, además, influyen sobre nosotros otros elementos accidentales y variables de tipo físico, social, cultural, etc., que los clásicos englobaban en los conceptos de azar y fortuna. En efecto, somos capaces, así, de dar sentido y acoger lo imprevisible en nuestro propio fin (27).

Por tanto, el ser humano es capaz de integrar en su propio telos las deficiencias de salud y otros componentes variables que no dependen enteramente de su acción, entre los que destaca la relación con los demás seres humanos. De esta suerte, para alcanzar la plenitud humana se requiere una conciencia de la propia vulnerabilidad y de la co-dependencia de los otros (7,8,22,23).

Como queda patente, la carencia de la salud tiene algo de misterioso e insondable (16,17,23). Sin embargo, nos parece que los conceptos de vulnerabilidad y dependencia permiten penetrar en la realidad de la enfermedad humana en cuanto que conducen a una comprensión realista de nuestra propia condición. Pero, además, dichos conceptos nos abren a una dimensión que queda, de alguna manera, más allá de la antropología médica, pero en continuidad con ella: a saber, la dimensión moral del ser humano (28,29). En efecto, al reconocer nuestra vulnerabilidad y nuestra dependencia de otros, nos hacemos cargo de la profunda necesidad de cuidar y ser cuidados, lo que en último término nos pone ante la radicalidad del dar y el recibir.

En ese sentido, aparece en todo su vigor la relevancia antropológica y ética de las relaciones de cuidado hacia los pacientes. Al profundizar en ellas, se pone de manifiesto asimismo la necesidad de comprenderlas en la complejidad de las interacciones mente-cerebro. En estas relaciones, el dar y el recibir se realizan de modo recíproco, de manera que el cuidador puede recibir y perfeccionar su humanidad a través del ejercicio del cuidado al enfermo. Por su parte, el paciente mismo puede ser donador de humanidad hacia los demás. Esto ocurre, también en el caso de que este no sea plenamente consciente de su propia situación, como ocurre, por ejemplo, en los trastornos mentales y neurodegenerativos, del tipo de las demencias seniles o de la enfermedad de Alzheimer.

Por último y a modo de conclusión, pensamos que este enfoque permite el desarrollo de la investigación en varias líneas, que abarcan tanto el ámbito de la antropología como el de la ética médicas. Por una parte, desde la perspectiva antropológica, los temas centrales del diálogo interdisciplinar entre la neurociencia y la filosofía serían, entre otros, los sentidos internos, la atención, la memoria y los hábitos y rutinas. De otra parte, en un plano más propiamente ético, los temas anteriores se conectan con un plano de valores en el que la condición de vulnerabilidad y dependencia del ser humano aparece como un eje vertebral de la práctica de la ética médica (7,8,11,22,30,31).

DECLARACIÓN DE TRANSPARENCIA

Los autores/as de este artículo declaran no tener ningún tipo de conflicto de intereses respecto a lo expuesto en el presente trabajo.

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Autor para la correspondencia
José Manuel Giménez Amaya
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