Año 2018 · Número 135 (02) · Supl. 01

Enviado: 23.05.18
Revisado: 30.05.18
Aceptado: 25.06.18

Aparición y desarrollo del lenguaje humano

Emergence and development of human language

DOI: 10.32440/ar.2018.135.02.supl01.art01

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Resumen

A modo de introducción, comenzaré por delimitar la noción de “lenguaje” para saber a qué nos referimos al tratar de su aparición y desarrollo en la especie humana. En una primera aproximación, se destacará el hecho de ser una capacidad del ser humano con una función mediadora entre una señal física (en principio, sonidos) y un estado interno del individuo en términos intencionales (es decir, significados). Dicha función mediadora y sus rasgos derivados (arbitrariedad, simbolismo, compositividad, productividad, sistematicidad) requieren un tratamiento multidisciplinar con distintos niveles de explicación (lingüístico, psicológico, neurobiológico) que dan lugar a distintos modelos de esa capacidad humana del lenguaje. Se revisarán dichos modelos y se harán converger de cara a establecer el marco de referencia adecuado –propio de la ciencia cognitiva– para abordar el tema central de este trabajo. Y ello lo haremos en dos apartados, uno dedicado a la adquisición del lenguaje por el individuo y su desarrollo desde una perspectiva ontogenética; y otro dedicado propiamente a la aparición del lenguaje en la historia evolutiva de la especie y, por tanto, a su desarrollo filogenético. Se concluirá poniendo de manifiesto el carácter natural (en buena medida innato) y especializado de la facultad humana del lenguaje, a la vez que su especificidad como propiedad singular de la especie humana, lo cual apunta a una aparición relativamente súbita y a la posibilidad de encontrarnos ante un caso genuino de discontinuidad evolutiva.

Abstract

I will introduce the topic of this paper by demarcating the notion of “language”, as a necessary first step in order to know what we mean when dealing with its appearance and development in the human species. In a first approximation, I’ll highlight the fact of being a human capacity with an intermediary function between a physical signal (i.e., sounds) and an intentional state of the individual (i.e., meanings). Such an intermediary function and its associated features (arbitrariness, symbolism, compositionality, productivity, systematicity) require a multidisciplinary treatment with different levels of explanation (linguistic, psychological, neurobiological) that give rise to corresponding models of that human language capacity. I’ll then review those models and make them converge into the appropriate frame of reference –characteristic of the cognitive science– for dealing with the main topic of this paper. It will be pursued along two sections, one devoted to the acquisition of language by the individual and its development from an ontogenetic perspective; and the other just devoted to language appearance in the evolutionary history of the species and, hence, to its phylogenetic development. I’ll conclude by underlining the natural (innate for its most part) and specialized character of the human faculty of language, together with its specificity as a unique property of the human species, which points to its relatively sudden appearance and to the possibility of facing a genuine example of evolutionary discontinuity.

Palabras clave: Facultad del lenguaje; Desarrollo ontogenético; Desarrollo filogenético.

Keywords: Language Faculty; Ontogenetic development; Philogenetic development.


1. Introducción: ¿Qué entendemos por “lenguaje”?

Siendo el lenguaje el argumento sobre el que versa nuestra indagación acerca de su aparición y desarrollo en el ser humano, habrá que empezar por preguntarse qué entendemos por lenguaje, cómo definir o delimitar la noción de lenguaje, aunque sólo sea en una primera aproximación y a efectos orientativos para su estudio científico.

Ante la diversidad de usos de la palabra “lenguaje”, y reconociendo su utilidad en la comunicación ordinaria, comenzaremos por descartar todos aquellos usos metafóricos, por extensión o por analogía, que nos llevan a hablar del lenguaje corporal, el lenguaje de los gestos, el lenguaje de la música y de la pintura, o el de los olores y sabores, o hasta del lenguaje de los astros, o de las líneas de la mano. También descartamos de entrada la aplicación del término “lenguaje” a las formas de comunicación animal, lo que lleva implícita la idea de que lenguaje equivale a comunicación; sin embargo, ni toda forma de comunicación es lingüística ni toda expresión lingüística sirve para la comunicación (muchas veces la obstaculiza). Hasta el uso analógico por el que se puede considerar el pensamiento como si fuera un lenguaje (se habla del “lenguaje del pensamiento”) no debe impedir la distinción, también importante, entre pensamiento y lenguaje. Y por último, tampoco conviene confundir lenguaje y habla, dado que el habla no es la única forma de exteriorizar el lenguaje (ejemplo del lenguaje de los signos en los sordos o, para el caso, del mismo lenguaje escrito). Como veremos enseguida, las relaciones entre lenguaje y pensamiento y entre lenguaje y habla van a ser muy estrechas, sin que ello sea óbice para que mantengamos sus diferencias.

¿A qué nos referimos, pues, con el término “lenguaje”?  De manera sencilla y directa, nos referimos a una propiedad de los seres humanos que se manifiesta en el dominio y uso de una u otra lengua. Conviene destacar además que, siguiendo la distinción introducida por el lingüista Noam Chomsky (1), vamos a adoptar una perspectiva internista, centrada en el agente causal del lenguaje (la facultad humana del lenguaje), que contrasta con la perspectiva externista tradicional (que considera el lenguaje como un producto cultural externo). De acuerdo con ello, nos interesa el lenguaje, principalmente, como capacidad del ser humano que permite establecer una correspondencia fiable y sistemática entre una señal física (sonidos, signos manuales, grafismos) y un significado (conceptos, proposiciones, estados internos). Así pues, destaca, antes que cualquier otra, la función mediadora del lenguaje entre el medio externo de los estímulos físicos (auditivos, visuales) y el medio interno de nuestros estados mentales, como trata de ilustrar el modelo simplificado de la Figura 1.

Figura 1. Esquema general de la función mediadora del lenguaje

De cara a entender la complejidad, así como la singularidad, de esa función mediadora (instrumental) del lenguaje, es importante referirse a algunas de sus características más distintivas. El punto de partida para apreciar lo que implica establecer la correspondencia entre señal y significado (en los dos sentidos de la misma) es el de constatar que la relación entre ambos términos es completamente arbitraria, es decir, no sometida en principio a ninguna ley natural. De ahí que para conseguir que esa correspondencia sea fiable y sistemática, dicha arbitrariedad no pueda ser caprichosa o anárquica, sino que debe estar sometida a reglas y a todo un conjunto de constricciones (generales o particulares de cada lengua). Según la semiótica clásica, dicha arbitrariedad es lo que caracteriza a la función simbólica en cuanto tal, y la distingue de la relación natural que se da entre significante y significado en el caso de los meros signos o señales (la relación entre un síntoma y la enfermedad que lo produce, o entre el humo y el fuego). Pero quizá la propiedad central y más distintiva del lenguaje es su compositividad, por la que se combinan unidades de un nivel elemental para formar unidades de un nivel superior; en el caso del lenguaje humano, la compositividad se produce en un doble nivel de articulación, habiendo en cada nivel un conjunto finito de elementos (fonemas, unidades léxicas) sobre los que operan las correspondientes reglas combinatorias (fonológicas, morfo-sintácticas), también en un número finito: los fonemas se combinan para formar unidades léxicas (morfemas, palabras) y, a su vez, éstas se combinan para formar oraciones o frases. De esta compositividad se derivan otras dos propiedades distintivas del lenguaje humano: su productividad, en principio ilimitada, por la que se pueden procesar y producir expresiones en una lengua determinada según determinadas reglas y constricciones (aunque sea en un número potencialmente infinito, no toda combinación es posible); y su sistematicidad, por la que la pertinencia de toda una serie de expresiones está intrínsecamente ligada a la pertinencia de muchas otras, y así la adquisición o procesamiento de las primeras conlleva de forma automática la adquisición o procesamiento de las segundas (si sé o entiendo lo que significa “El niño corría tras el perro”, también entenderé lo que significa “El perro corría tras el niño”, aunque no lo hubiere oído nunca antes).

Desde la perspectiva internista que hemos adoptado, estos cinco rasgos característicos del lenguaje (arbitrariedad, simbolismo, compositividad, productividad y sistematicidad) nos informan de lo que es igualmente característico de esa capacidad nuestra para el lenguaje. En el curso de esta presentación, y dada la complejidad de nuestro objeto de estudio, vamos a tratar a continuación de explorar de forma más técnica y mediante un enfoque multidisciplinar –propio de la ciencia cognitiva– los entresijos de dicha capacidad. Distinguiremos tres niveles de explicación en el estudio científico del lenguaje (lingüístico, psicológico y neurobiológico) y con respecto a cada uno de ellos, examinaremos un modelo propio de la capacidad humana del lenguaje, modelos que vendrán a converger en el esquema general de intermediación que acabamos de exponer. Ello nos proporcionará el marco de referencia adecuado para abordar el tema central de este trabajo, la aparición y desarrollo del lenguaje humano, tanto desde una perspectiva ontogenética como filogenética.

2. Niveles de explicación y modelos de la capacidad humana del lenguaje

Al entender el lenguaje como ese dispositivo que nos permite pasar de la señal física al significado, y viceversa, el reto de la ciencia cognitiva es el de averiguar en qué consiste ese dispositivo intermedio, o dicho en otras palabras, qué hay dentro de la “caja negra” del lenguaje. Para lo cual, partiremos de tres preguntas fundamentales –inspiradas en las que más de una vez ha planteado

Chomsky en su indagación sobre el lenguaje (1)–, cada una de las cuales hará referencia a un distinto nivel de explicación y postulará una respuesta en términos de un modelo u otro de la capacidad humana del lenguaje, según corresponda a cada uno de esos niveles. Por orden de más a menos generalidad y abstracción, las preguntas serían las siguientes: a) ¿en qué consiste el conocimiento de una lengua?; b) ¿cómo se usa ese conocimiento en la comprensión y la producción del lenguaje?; y c) ¿cómo están realizados físicamente dicho conocimiento y la capacidad que lo sustenta? Dedicaremos un subapartado a cada una de las preguntas, haciendo notar desde el principio que la primera se sitúa en el nivel explicativo propio de la lingüística, la segunda en el de la psicolingüística, y la tercera en el de la neurolingüística.

2.1. ¿En qué consiste el conocimiento de una lengua?

O dicho de otra manera, ¿qué es lo que en realidad se sabe cuando decimos que se sabe o se domina una lengua? Es una pregunta muy básica y elemental que, desde luego, hace referencia a una forma especial de conocimiento, no necesariamente consciente o accesible a la consciencia, ni tampoco explícito o sistemático, y que el propio Chomsky (2, 3) denominaba conocimiento tácito o ímplicito; una forma de conocimiento, en cualquier caso, que se debe suponer en el que domina una lengua y que constituye la base de su competencia lingüística, o en términos más actuales, la base fundamental de la Facultad del Lenguaje (FL). El objetivo principal de la lingüística generativa ha sido precisamente el hacer explícito dicho sistema de conocimiento –la gramática como una estructura mental– e identificar los principios, reglas y representaciones que lo configuran. Y más allá de los rasgos diferenciales de cada lengua –y por tanto, de la gramática particular que la sustenta– el interés se pone en los aspectos comunes y generales de toda lengua humana, y por tanto, en lo que se conoce como Gramática Universal (GU), concepto equivalente al de FL (al menos, en su estado inicial) y, por lo mismo, al de competencia lingüística en ese sentido general.

A la hora de determinar qué es lo que constituye la FL, en un célebre artículo publicado en la revista Science, Hauser, Chomsky y Fitch (4) vienen a distinguir entre la FL en un sentido amplio y la FL en un sentido estricto, con el propósito de delimitar lo que es específico y singular en la capacidad humana del lenguaje, así como de trazar su desarrollo evolutivo. En un sentido amplio, la FL abarcaría los tres componentes representados en la Figura 2: un componente central, caracterizado como el dispositivo computacional, dotado de recursividad, encargado de los procedimientos formales (sintácticos) que operan sobre las unidades léxicas mediante sucesivos ensamblajes (Merge) para formar cada oración, y dos componentes periféricos o de interfaz que conectan dicho componente central con el medio externo de las señales físicas, por un lado, y con el medio interno de los significados, por el otro.

La FL en sentido estricto se correspondería con ese componente central, lo más específico del lenguaje humano, mientras que el conjunto de los tres componentes constituiría la FL en sentido amplio, y es en este segundo sentido en el que tiene vigor la fórmula del programa minimalista de que “Lenguaje = Recursividad + Interfaces” (5, 6). De las dos interfaces, la interna, o conceptual/intencional (C/I), está al servicio de la formulación del pensamiento y guarda una relación primordial y más directa con el componente central, en la medida en que comparte con él las propiedades de discretividad y estructura jerárquica que son propias de sus respectivas representaciones. Por su parte, la interfaz externa, o sensorio-motora (S-M), está al servicio de la externalización del lenguaje y, por ende, hace posible la comunicación y la diversidad de sus manifestaciones, aspectos subalternos que escapan a la optimidad de la función lingüística –al estar sujetos al orden lineal, las elipsis y los desplazamientos– y permiten así la ocurrencia de ambigüedades.

Figura 2. Componentes de la Facultad del Lenguaje

Pasemos ahora a la siguiente pregunta.

2.2. ¿Cómo se usa ese conocimiento en la comprensión y la producción del lenguaje?

Si la respuesta a la pregunta anterior venía dada por una teoría de la competencia lingüística, la respuesta a esta pregunta vendrá dada por una teoría de la actuación lingüística, en el sentido en que Chomsky (7) establecía la distinción técnica entre competencia (competence) y actuación (performance). Se trata ahora de considerar el funcionamiento del sistema de procesamiento de la información responsable de los intercambios lingüísticos que corresponden a los dos roles que eventualmente asume todo aquel que domina una lengua: el rol de oyente (y por extensión, de receptor) en la comprensión del lenguaje (pasar de la señal física al significado) y el rol de hablante (y por extensión, de emisor) en la producción del lenguaje (pasar del significado a la señal física). Comprensión y producción del lenguaje constituyen los dos capítulos principales de cualquier tratado de psicolingüística, y representan las funciones de descodificación y codificación del mensaje, respectivamente. Lo cual supone recorrer un camino de ida y vuelta, que empieza y termina en la señal física del habla (o sus análogos), a través de todo un sistema de procesamiento que opera sobre información lingüística e, incidentalmente, sobre otros tipos de información. En ese camino nos vamos a encontrar con procesos perceptivos, de memoria, de inferencia o razonamiento, así como de generación de mensajes (o intenciones comunicativas), de planificación y de programación motora. Todo un sistema cognitivo en acción, del que se trata de caracterizar su estructura y principales procesos básicos. Un posible modelo ilustrativo de dicho sistema cognitivo aparece bastante simplificado en la Figura 3.

Figura 3. Modelo simplificado del procesamiento de información en la comprensión y la producción del lenguaje

Una de las hipótesis de trabajo más influyentes en la investigación psicolingüística es la hipótesis de la modularidad (8, 9, 10), por la que en principio se trata de determinar hasta qué punto el tipo de procesos operativos se llega a corresponder con los tipos de información propios de la competencia lingüística, como pueden ser la información fonético/fonológica, la información morfo-léxica, sintáctica y, si llega el caso, la información semántica y pragmática. De entrada, y como muestra la Figura 3, parece inevitable recurrir al menos a tres tipos de operaciones entre el input sensorial y el output conceptual/proposicional (en el caso de la comprensión): descodificación fonológica, acceso al léxico y análisis sintáctico (parsing). Y algo parecido, aunque en orden previsiblemente inverso, habría que postular en el caso de la producción, entre el input conceptual/proposicional y el output motor: formulación de un marco sintáctico, selección léxica y codificación fonológica. Más allá de las diferencias obvias entre comprensión y producción, el grado de solapamiento que pueda darse entre ambas facetas de la actuación lingüística sería un buen test para probar, en primer lugar, el grado de correspondencia entre “gramática” y “procesador”, es decir entre competencia y actuación; para probar, en segundo lugar, el grado de modularidad del sistema cognitivo encargado del lenguaje; y en tercer lugar, para clarificar el papel funcional que corresponde a los mecanismos neurobiológicos implicados en el lenguaje. Aunque esto último será ya objeto de la tercera pregunta que planteamos y corresponde a otro nivel de explicación.

2.3. ¿Cómo están realizados físicamente dicho conocimiento y la capacidad que lo sustenta?

Nos preguntamos ahora por el órgano del lenguaje en el sentido más literal del término, es decir, por las bases neurobiológicas del lenguaje. Nos hallamos así en el nivel propio de la neurolingüística (en términos de A. Luria) o, en expresión más reciente, en el nivel propio de la neurociencia cognitiva del lenguaje. Desde dentro del enfoque generativista, y teniendo también presentes los aspectos de la maduración biológica y de la historia evolutiva, es lo que hoy se reconoce como el programa de la biolingüística, con antecedentes en la ya famosa obra de E. Lenneberg Biological Foundations of Language (11) y exponentes más recientes, entre múltiples publicaciones actuales sobre el tema, como el de la obra de M.A.Di Sciullo y C.Boeckx The Biolinguistic Enterprise (12) o el libro de A. Friederici Language in our brain (13).

La agenda de investigación en este terreno es prácticamente inabarcable, al tratar de responder a preguntas sobre cuáles son los mecanismos de la implementación y –más difícil todavía– sobre cómo se produce dicha implementación, teniendo en cuenta las distinciones ya introducidas en los apartados anteriores así como los distintos estratos neurobiológicos en que se puede llevar a cabo la implementación (desde la descripción “macro” de los centros y vías neuronales, pasando por los tipos de  neurotransmisores en las sinapsis, hasta llegar a los componentes moleculares intracelulares, que cada vez adquieren mayor relevancia (14).

Por el momento, nos tenemos que conformar con la constatación de correlaciones fiables entre estructuras neuronales y funciones lingüísticas, tanto en lo que corresponde al componente central como en lo propio de los componentes de interfaz periféricos. Además de los datos clínicos de los trastornos del lenguaje (principalmente, de las afasias) y de los mapas corticales elaborados a partir de las observaciones realizadas en situaciones de cirugía cerebral, hay que destacar los obtenidos por las técnicas más recientes de registro electrofisiológico y magnetográfico, así como por las demás formas de exploración cerebral a través de neuroimagen. Teniendo en cuenta los principales resultados de esta investigación, comentaremos brevemente el modelo que mejor representa la instanciación física de los modelos funcionales presentados en las subsecciones anteriores (2.1 y 2.2), tal como aparece en la Figura 4.

Figura 4. Áreas y conexiones cerebrales relacionadas con las funciones
lingüísticas en el hemisferio cerebral izquierdo. Los números indican las áreas de Brodmann. Abreviaturas: AB: área de Broca; AW: área de Wernicke; CPM: córtex premotor; OF: opérculo frontal; CFI: córtex frontal inferior; CAP: corteza auditiva primaria; CTS: córtex temporal superior.

Una vez establecida la dominancia del hemisferio cerebral izquierdo para el lenguaje, las dos regiones corticales principalmente implicadas son las correspondientes al área de Broca, por encima del opérculo frontal (áreas 44 y 45 de Brodmann) junto al córtex premotor, y el área de Wernicke, en el giro temporal superior (áreas 42 y 22 de Brodmann) junto a la corteza auditiva primaria. Además, tan importante como la identificación de las áreas lo es el haber podido identificar las distintas conexiones que se dan entre ellas. Y así podemos distinguir, tal como se ilustra en la Figura 4, dos vías dorsales y otras dos ventrales, todas ellas relevantes en cuanto a determinar el asiento de la capacidad del lenguaje y su funcionamiento según los tipos de información lingüística implicados.

De las dos vías dorsales, una de ellas conecta la parte posterior del córtex temporal superior con el córtex premotor y parece responsable de la interacción sensorio-motora y los aspectos rítmicos/prosódicos que modulan la externalización del lenguaje y hacen posible la comunicación; es una estructura fijada desde el principio en el desarrollo ontogenético y relativamente antigua en la evolución, al estar también presente en el cerebro de otras especies más alejadas de la nuestra (como son las aves canoras) y sin que muestre un sesgo claro de lateralización. La otra vía dorsal conecta más directamente las áreas de Broca (la parte opercular, área 44 de Brodmann) y Wernicke (la parte posterior, área 22 de Brodmann), conforma el fascículo arqueado y se puede decir con razón que es la estructura neural responsable del componente central del lenguaje  (de la FL en sentido estricto) y, por tanto, del procesamiento sintáctico e interpretación de oraciones de distinta complejidad; en contraste con la anterior vía dorsal, está sujeta a un desarrollo ontogenético más tardío (alcanzando su maduración hacia los 7 años), presenta una lateralización izquierda pronunciada y, además, cabe suponer que es de aparición mucho más reciente en la evolución, al mostrarse como exclusiva del cerebro humano.

Las dos vías ventrales, por su parte, serían las encargadas del procesamiento semántico y de su integración con los resultados del procesamiento sintáctico. La primera de ellas forma parte del fascículo fronto-occipital inferior y conecta la parte anterior del área de Broca (parte triangular, área 45 de Brodmann) con el lóbulo temporal (área 22 de Brodmann): conforma el sistema responsable de la asignación de significado a las unidades léxicas, sin que sea fácil distinguir en dicho lóbulo temporal la localización de los aspectos léxico-semánticos de la que pudiera corresponder a los aspectos semántico-conceptuales. La otra vía ventral forma parte del denominado fascículo uncinado y conecta el giro frontal inferior (parte orbital, área 47 de Brodmann) con la parte anterior del lóbulo temporal (área 38 de Brodmann), asociada a los procesos combinatorios de carácter semántico, y a su vez extiende esa conexión a zonas posteriores de ese lóbulo temporal superior donde se lleva a cabo la integración de esa información semántica con la información sintáctica procedente del área de Broca por la vía dorsal. Como indican Berwick et al. (15), el sistema de las vías ventrales, decisivo para la comprensión del lenguaje, presenta características propias de la interfaz conceptual-intencional como responsable del tratamiento de la información semántica.

Esta es, a grandes rasgos, la maquinaria de nuestra capacidad del lenguaje, en términos de áreas y tractos neuronales identificados en la corteza cerebral. Ahora bien, como hemos indicado más arriba, la anterior descripción no es todavía suficiente para entender la forma en que dicha maquinaria opera en el ejercicio de la competencia lingüística. Y aquí es donde el trabajo pionero y muy sugerente de C. Randy Gallistel (14) cambia el foco puesto hasta ahora en los circuitos inter-neuronales y las conexiones sinápticas para situarlo sobre los procesos moleculares que ocurren en el ámbito intra-neuronal y se basan en el despliegue del código genético (el “lenguaje” del ADN).

Una vez delimitado el ámbito del lenguaje –al menos, tal como interesa a la investigación cognitiva– y esclarecida la confluencia, y relativa autonomía a la vez, de los modelos correspondientes a los tres niveles de explicación, cabe ya considerar la cuestión central de esta presentación, relativa a la aparición y desarrollo del lenguaje humano, donde volverán a confluir dichos niveles de explicación. Lo haremos en dos partes, una dedicada al desarrollo ontogenético y otra al desarrollo filogenético.

3. El problema de la adquisición del lenguaje y el patrón de desarrollo ontogenético

En lo que respecta al desarrollo humano individual, puede parecer raro hablar del problema de la adquisición del lenguaje, al ser algo que se produce de forma espontánea y muy efectiva, sin que suponga, en términos generales, un esfuerzo especial por parte del infante humano, ni requiera gran demanda atencional o control consciente, ya que, para empezar, se produce en ausencia de instrucción formal alguna o de programas de entrenamiento específico. Sin embargo, ello no quiere decir que sea algo simple y no suponga un logro excepcional del organismo: no quiere decir, por tanto, que al llevar a cabo tal logro no se esté afrontando –aunque sea de forma tácita y completamente inconsciente– un problema de gran complejidad. Es precisamente tarea de la ciencia cognitiva –en esa confluencia de lingüística generativa, psicolingüística y neurociencia cognitiva– el desvelar dicho problema y explicitar la forma en que el infante lo resuelve de forma tan eficiente. Según esto, tiene sentido empezar por preguntarnos qué quiere decir adquirir una lengua y tratar así de formular en términos precisos cuál es el problema de la adquisición del lenguaje.

De forma sencilla, se podría decir que la adquisición del lenguaje, como cualquier otra adquisición o aprendizaje, entraña un cambio de estado por el que, en un intervalo temporal dado, se pasa de un estado inicial (EI), en que no hay indicios de aquello que se va a adquirir, a un estado estable (EE), en el que se manifiesta de modo básicamente completo aquel logro o meta a alcanzar, en nuestro caso una lengua particular y concreta. Respecto a ella, el EI sería cero, en el sentido de que no hay ninguna predisposición natural/biológica a adquirir una lengua determinada (ninguna lengua particular es innata); por su parte, el EE de dominar una lengua nos remite a lo ya apuntado al hablar de la competencia lingüística (vid. 2.1), aplicado a la gramática particular de esa lengua concreta.

Ahora bien, el tránsito del EI al EE se lleva a cabo en el tiempo, en un intervalo aproximado de cinco o seis años, desde el nacimiento –o incluso se puede estimar que dos o tres meses antes– hasta que el infante comienza la escuela primaria. Es verdad que durante ese periodo de tiempo, las criaturas están expuestas a un entorno social en el que se usa una lengua (y a veces más de una) y su interacción con ella va a ser determinante en la fijación de la lengua que finalmente se va a adquirir. Pero siendo necesaria la contribución de ese factor ambiental, se trataría de ver hasta qué punto es suficiente para dar cuenta cabal del logro individual de adquirir una lengua. Teniendo en cuenta cómo se produce esa adquisición y la complejidad de lo que se adquiere, todo apunta a que el susodicho EI podría distar bastante de ser un rotundo cero, en la misma medida que las gramáticas particulares de las distintas lenguas puedan ser consideradas derivaciones de una misma gramática universal (GU) que proporcionaría los principios generales y los parámetros de variación en torno a los cuales se configurarían todas la lenguas humanas. En este sentido es en el que Chomsky (7), ya en 1965, proponía un dispositivo para la adquisición del lenguaje (LAD por sus siglas en inglés: Language Acquisition Device), dependiente de la GU y que servía para caracterizar el EI o estado inicial de la facultad del lenguaje (FL); y en este mismo sentido es en el que ahora sí se puede decir que dicho EI de la FL constituye una capacidad innata para el lenguaje. Si bien no hay una predisposición natural/biológica a adquirir una lengua particular determinada, sí que hay una predisposición natural/biológica a adquirir una lengua sin más, la que finalmente se adquiera gracias al input ambiental al que se haya estado expuesto.

Así pues, el problema de la adquisición del lenguaje viene a ser el de cómo se produce el tránsito de EI a EE o, si se quiere, de cómo se pasa de la GU a la gramática particular en que se sustenta la lengua adquirida; gramática particular que teóricamente se derivaría de la GU por un proceso de tipo abductivo (inferencia a la mejor explicación) respecto a los datos proporcionados por la lengua del entorno, los cuales a su vez servirían para fijar los valores paramétricos –plausiblemente de tipo binario, al modo de un cuadro de interruptores– que darían el perfil identificativo de dicha lengua (16). Y tal como ya se ha dado a entender, para resolver el problema parece necesario apelar a dos tipos de factores, el factor biológico y el factor ambiental, articulados de forma tal que el primero lleva el peso propiamente causal del proceso (por el dispositivo innato LAD) mientras que el segundo ejerce más bien un papel de iniciador o disparador que pone en marcha y alimenta la función generativa del primero.

El tema de la adquisición del lenguaje toca tanto a la competencia lingüística (así se refleja en los párrafos anteriores) como a la actuación, y con respecto a ésta es donde se lleva a cabo la investigación psicolingüística sobre el desarrollo de las capacidades del infante y, por lo mismo, el estudio de sus principales etapas. Con ello se pretende dar respuesta a la pregunta de cómo se produce ese desarrollo (a) en tiempo real (un tiempo sorprendentemente corto para la complejidad del logro alcanzado), (b) con una experiencia reducida (ausencia de evidencia negativa mientras la positiva resulta incompleta), (c) sin instrucción formal (a falta de una guía explícita y un programa de refuerzos efectivo) y (d) según un patrón de desarrollo tan consistente (a través de individuos y a través de lenguas y culturas). De cara a ilustrar este desarrollo, hablaremos primero de las etapas y los logros más significativos por los que pasa el infante en condiciones normales, y nos referiremos después a lo que pueda ocurrir o dejar de ocurrir en condiciones de experiencia reducida. Lo haremos de forma resumida, remitiendo al lector para un tratamiento más completo a fuentes bibliográficas clásicas como Mehler y Dupoux (17) y Pinker (18), o a los apartados correspondientes de manuales de psicolingüística más recientes como el de Harley (19) o el de Fernández y Cairns (20).

Antes de referirnos a las etapas del desarrollo del lenguaje, conviene hacer un par de observaciones. En primer lugar, que el análisis de dicho desarrollo debe incluir tanto la producción como la comprensión del lenguaje. A menudo se tiende a equiparar la adquisición del lenguaje con aprender a hablar, lo cual resulta comprensible al ser la faceta productiva la que mejor exterioriza los logros alcanzados en el proceso de desarrollo; ahora bien, como hemos visto, no es la única faceta ni la que en uno u otro momento cobra mayor relieve, por lo que habrá que considerar también el desarrollo de la comprensión. En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, hay que reconocer que en el desarrollo de ambas facetas se da un claro desfase entre los aspectos receptivos y los expresivos, con prioridad en la aparición de los primeros sobre los segundos. De tal forma que, si bien podemos decir que el habla propiamente dicha no empieza a manifestarse hasta el final del primer año de la vida, no ocurre lo mismo con la comprensión del habla, a la que está expuesto el bebé desde el principio, sea cual sea el momento en que queramos poner este principio –bien al nacimiento, o bien en los últimos meses de vida intrauterina–, una vez se alcanza la maduración sensorial suficiente para procesar las señales acústicas de dicho habla (21, 22).

Por lo que respecta a los aspectos más manifiestos de la producción del lenguaje, el desarrollo normal obedece a determinadas pautas que parecen darse independientemente del idioma que se vaya a adquirir. Hasta el final del primer semestre de vida, se va preparando el aparato fonador sin que todavía podamos considerar que los sonidos emitidos son precursores del habla, sino más bien sonidos espontáneos que suponen un cierto ejercicio de las cuerdas vocales y demás componentes de ese aparato fonador. Y así se van sucediendo toda una serie de sonidos vegetativos, arrullos, risotadas y hasta un cierto “juego vocal” que, entre los 6 y 9 meses, va a dar lugar a los balbuceos, que constituyen ya un claro inicio de fonación precursora del habla en términos de unidades silábicas y líneas tonales elementales. En torno a los 12 meses se suele situar la etapa de emisiones de “una palabra”, también llamada holofrástica por su alcance expresivo equiparable al de una oración completa; y algo más adelante, en torno a los 18 meses, la etapa de emisiones de “dos palabras”, con preferencia por los nombres, antes que nombres-adjetivos o nombres-verbos. Así se llega a lo que se ha llamado “habla telegráfica” al cumplir los dos años, por la falta de inflexiones y palabras funcionales, y un poco más adelante, en torno a los dos años y medio-tres años, a producir ya oraciones completas, primero simples y después compuestas.

Asimismo, entre los dos y los cinco años, mientras se avanza en formas sintácticas cada vez más complejas, se produce lo que se conoce como “explosión léxica”, por el progresivo y acelerado incremento del vocabulario, y no sólo en cuanto al reconocimiento y comprensión de palabras (que ya se había anticipado desde el segundo semestre, con un número próximo al medio centenar de palabras) sino en lo que respecta principalmente al acceso y evocación de palabras en la producción (que puede llegar a suponer un volumen de unas veinte mil unidades en torno a los cinco años). Como logro de aprendizaje, el fenómeno de la “explosión léxica” constituye un auténtico desafío a cualquier teoría del aprendizaje basada meramente en el condicionamiento, el refuerzo o la simple imitación, considerando el volumen alcanzado en tan breve tiempo y considerando sobre todo la cantidad de información que incluye cada una de esas unidades léxicas: información fonotáctica, ortográfica, morfosintáctica, semántica y pragmática.

Decir que en torno a los cinco años se alcanza el estado estable de la competencia en la lengua materna no significa que se detenga ahí el desarrollo del lenguaje, ya que éste se puede prolongar a lo largo de toda la vida en cuanto a la adquisición del vocabulario y el refinamiento de aspectos estilísticos y pragmáticos; significa más bien que a esa edad se pueden considerar completadas las principales etapas que caracterizan de forma cuasi-universal el desarrollo de los fundamentos básicos en el dominio de una lengua, donde se muestra además hasta qué punto predominan los factores internos sobre los externos en dicho desarrollo, dado el carácter fragmentario e incompleto del input recibido (argumento de la pobreza del estímulo) y la ausencia de una instrucción formal. Una manera complementaria de llegar a esta misma conclusión es precisamente examinando los posibles efectos provocados por una reducción de la experiencia, lo cual nos permitirá calibrar el peso relativo de factores externos e internos en el desarrollo del lenguaje: cuanto menos se vea afectado éste por la reducción de la experiencia, más peso se podrá atribuir a los factores internos. Nos detendremos brevemente en tres casos significativos.

Una primera forma de ver los efectos de la reducción de la experiencia sería fijándonos en las primerísimas etapas del desarrollo, en que la interacción con el medio ha sido relativamente escasa, como es el caso de los recién nacidos. Desde los primeros días de vida el bebé muestra una preferencia por los sonidos del habla (frente a los de no-habla), y respecto a los del habla, una preferencia por los que proceden de la voz de la madre (frente a los de otros hablantes) o por los de la propia lengua frente a una lengua extranjera (23). A las pocas semanas, y como ya mostraron los estudios pioneros de Eimas et al. (24), el bebé es capaz además de efectuar tareas de discriminación fonética de amplio espectro respecto a contrastes tan finos como el de sordas-sonoras (p.ej.,/ba/ vs. /pa/) o entre aproximantes líquidas (p.ej., /ra/ ves /la), más allá de si son contrastes relevantes o no respecto al que va a acabar siendo su idioma materno. Lo interesante del caso es que, a medida que se ve más expuesto a éste, conforme pasan los meses se comprueba que al final del primer año el espectro de discriminación se reduce a los contrastes que sí son relevantes en el propio idioma. Lo cual supone hasta cierto punto una forma de “desaprendizaje” (25, 26) al servicio de una reorganización efectiva del inventario fonémico de la lengua que se está aprendiendo (27).

Otra forma de examinar los efectos de la reducción de experiencia en el desarrollo del lenguaje tiene que ver con las deficiencias sensoriales congénitas, en casos como el de los sordos y el de los ciegos de nacimiento. Las investigaciones al respecto nos indican que tanto en unos como en otros, dicho desarrollo se ajusta básicamente al patrón habitual que venimos describiendo. En el caso de los sordos se llega a dar una fase de balbuceo oral espontáneo, aunque si además se ven expuestos desde el principio a una variante u otra de la lengua de los signos, las etapas del desarrollo en la adquisición de dicha lengua muestran un paralelismo preciso con las del lenguaje hablado, hasta el punto de haberse llegado a identificar un silencioso balbuceo “con las manos” que se corresponde en el tiempo con la fase de balbuceo oral de los que no son sordos (28). En el caso de los ciegos de nacimiento, se comprueba igualmente que, pese a la carencia significativa de información sensorial –en este caso, visual– sobre el medio, el desarrollo del lenguaje no sufre ningún retraso sustancial en comparación con el de los videntes (29), con lo que ello supone de logro cognitivo, dadas las limitaciones a superar en la asignación de referentes (significados) a los sonidos del habla que se escuchan.

Por último, nos encontramos con un tipo de reducción de experiencia que sí afecta negativamente al desarrollo del lenguaje, y además lo afecta de una manera drástica e irreversible. Se trata de lo que podríamos denominar ‘aislamiento social prolongado’ en un periodo determinado que se viene conociendo desde Lenneberg (11) como periodo crítico para la adquisición del lenguaje. Es el caso de Genie, tan bien documentado y examinado por la lingüista Susan Curtiss (30), encargada de su rehabilitación. Genie fue aislada por sus padres al ser considerada deficiente mental cuando tenía cerca de un año, encerrada en una habitación donde eventualmente le llegaba comida, pero sin contacto social alguno ni posibilidad de comunicación; y así permaneció hasta los 11 años, en que fue rescatada por orden judicial. A través de toda una serie de pruebas y tratamientos, se comprobó que mientras quedaba descartado el déficit intelectual, el déficit lingüístico era muy pronunciado y difícilmente recuperable; y así nunca llegó a dominar la lengua como cualquier nativo consigue hacerlo con 5 ó 6 años. Volvemos, pues, a encontrarnos con que el input lingüístico procedente del medio es condición necesaria para el desarrollo del lenguaje, pero siempre supeditado a los procesos de maduración neurobiológica (factor interno) del que depende causalmente el desarrollo del lenguaje.

La existencia de un periodo crítico para la adquisición del lenguaje pone de manifiesto que dicha adquisición es más el resultado de un proceso de dentro a fuera que de fuera a dentro. De forma análoga al desarrollo motor, por ejemplo, el desarrollo del lenguaje viene condicionado biológicamente por un patrón de maduración de las estructuras y conexiones cerebrales que conforman lo que hemos llamado el órgano del lenguaje, con sus propios ritmos y logros parciales y que transcurre en un periodo que se puede extender hasta el inicio de la pubertad, en que se completa la lateralización de funciones hacia el hemisferio cerebral izquierdo y la fijación de las conexiones a las que nos referimos en un apartado anterior (2.3). Desde la perspectiva del desarrollo cerebral, y haciéndose eco de los datos neurobiológicos disponibles, Skeide y Friederici (31) han propuesto un modelo de la adquisición del lenguaje con dos etapas principales: una primera que abarcaría de 0 a 3 años, en la que predominarían procesos guiados por los datos (bottom-up) que implicarían sobre todo al lóbulo temporal, el córtex premotor y buena parte del sistema ventral de conexiones; y una segunda etapa que llegaría hasta el final de la infancia/inicio de la pubertad, durante la cual van entrando en acción procesos más bien guiados por estructuras gramaticales en desarrollo (top-down) con una implicación mayor del giro frontal inferior izquierdo y del fascículo arqueado. El progresivo establecimiento de la red de conexiones que sustentan nuestra capacidad para el lenguaje, a lo largo del periodo crítico, lleva a dos tipos de resultados: por una parte, se corresponde con una disminución progresiva de la supuesta plasticidad cerebral que caracteriza inicialmente a nuestras estructuras neuronales; y por otra parte, se configura y consolida el carácter natural y especializado del órgano del lenguaje. En ambos casos, son muy relevantes los datos relativos al diferente impacto de las afasias en distintos momentos del desarrollo del lenguaje: en las primeras etapas, en que la plasticidad cerebral es mayor, los episodios afásicos son más pasajeros y menos insidiosos, mientras que conforme nos acercamos a la pubertad, y no digamos ya en la edad adulta, los efectos de la lesión cerebral asociada a un cuadro afásico son por lo general más severos y también más selectivos.

Pasemos ya a considerar la cuestión filogenética de la evolución del lenguaje, donde nos preguntaremos por el carácter específico de esta capacidad, es decir, en qué medida constituye un rasgo único y exclusivo de nuestra especie.

4. La aparición del lenguaje en la historia evolutiva (perspectiva filogenética)

¿Cuál es el origen del lenguaje? ¿Cómo se desarrolló a lo largo de la historia evolutiva? ¿Fue lenta y paulatinamente o, por el contrario, ocurrió de forma relativamente súbita y rápida? ¿Fue algo gradual o se puede hablar de una auténtica discontinuidad evolutiva? Estas son las preguntas que primero surgen al tratar de abordar desde una perspectiva filogenética el tema que nos ocupa. Preguntas sencillas y directas, pero difíciles de contestar empíricamente. Por ello mismo, se han prestado a una desbordante especulación y así no sorprende que, en 1865, la Sociedad de Lingüística de París incorporara a sus estatutos un artículo por el que no se aceptaría comunicación alguna que tratara sobre el origen del lenguaje o sobre la creación de una lengua universal. Siglo y medio después, dichas preguntas siguen siendo difíciles de contestar, si bien es verdad que se pueden abordar con más rigor científico gracias a tres circunstancias principales: a) los avances en la propia teoría de la evolución y su confluencia (‘nueva síntesis’) con los desarrollos de la biogenética; b) los avances en la comprensión de la capacidad humana del lenguaje y su funcionamiento; y c) los avances en el conocimiento de las bases neurobiológicas del lenguaje. Respecto a estos dos últimos puntos, tratados en apartados anteriores, baste con insistir en la idea de que una condición fundamental para abordar el problema de la evolución del lenguaje (origen y desarrollo) es la de precisar lo mejor posible de qué estamos hablando cuando hablamos de ‘lenguaje’. Es la idea propulsora del programa de la biolingüística, tal y como se deriva de la confluencia de la lingüística (generativa), la psicolingüística y la neurobiología del lenguaje; la idea tan acertada y resumidamente expresada como primera motivación del reciente libro Why only us de Berwick y Chomsky (32) en estos términos: “… it should be clear that narrowly focusing the phenotype in this way greatly eases the explanatoy burden for evolutionary theory” (p. 11). Al considerar como propiedad básica del lenguaje la de ser un sistema computacional recursivo (FL en sentido estricto) con dos interfaces interpretativas (C/I y S-M), las cuestiones relativas al origen y desarrollo se pueden al menos diversificar en tres ámbitos, el relativo al componente central, el que concierne a la interfaz conceptual/intencional y el de la interfaz sensorio-motora, dejando abierta la posibilidad de que los ritmos evolutivos no tengan por qué coincidir entre dichos componentes. De hecho, todo parece apuntar a que mientras el componente S-M tiene una antigüedad mayor, es más compartido por otras especies y constituye un claro ejemplo de “exaptación” evolutiva (33, 34), el componente central y, en cierto modo, también el componente C/I presentan rasgos más novedosos que parecen sugerir un salto cualitativo en la evolución.

Es importante señalar que la idea “saltacionista”, aplicada a rasgos y capacidades, no se contrapone a la tesis fundamental de la teoría de la evolución, que supone continuidad en el parentesco entre organismos y especies pero que no la supone necesariamente con respecto a rasgos y capacidades. Volar, vivir en un medio acuático, trinar como un mirlo o comunicarse con sus semejantes (abejas, en este caso) por medio de una danza informativa sobre la fuente de alimento, no son características que se compartan entre especies incluso muy próximas; suponen novedades evolutivas por las que se introducen diferencias cualitativas entre las especies. En ese mismo sentido, la capacidad humana para el lenguaje (FL) podría ser considerada como el resultado de un cambio relativamente repentino sin continuidad con lo anterior; a no ser, claro está, que quisiéramos forzar la extensión del término ‘continuidad’ para incluir en él la transición entre, por ejemplo, saltar y volar, al considerar que saltar fuera como un grado menor en el continuo de volar.

También sabemos que en la evolución operan tanto factores exógenos como endógenos que promueven la diferenciación entre especies y organismos. La selección natural, como factor exógeno prototípico, tiene importantes limitaciones no sólo en el orden explicativo, como recurso ad hoc de racionalización, sino también por el supuesto panadaptacionismo del que parte. Rasgos y capacidades pueden variar significativamente en cuanto a las funciones que pueden desempeñar en un momento u otro del desarrollo del organismo (de ahí, las “exaptaciones” a las que ya nos hemos referido). Y así, ni todos los cambios que supuestamente ocurren por selección natural han de ser necesariamente adaptativos ni, por consiguiente, todas las diferencias en rasgos o capacidades han de responder a necesidades propiamente adaptativas. Además, hay numerosos cambios que es preciso atribuir a factores endógenos de distinto tipo, incluidos por supuesto aquellos que resultan de la fijación aleatoria de ciertas mutaciones genéticas (32, 35). Todo lo cual vuelve a corroborar que puede haber saltos cualitativos compatibles con la teoría de la evolución, mostrando así, como en el caso del lenguaje humano, que la tan traída y llevada “búsqueda del eslabón perdido” resulte una empresa llena de dificultades, por no decir imposible, al pretender imponer la continuidad y el gradualismo de manera harto forzada.

Si las consideraciones anteriores trataban de justificar la posibilidad (y plausibilidad) de que la capacidad del lenguaje constituya un rasgo propio de nuestra especie, de carácter novedoso en la filogénesis, podemos preguntarnos ya hasta qué punto dicha capacidad constituye de hecho un salto cualitativo en la evolución y cuál es la evidencia empírica de que disponemos para probarlo. Conviene, por tanto, hacerse eco de las distintas líneas de investigación que aporten datos para establecer qué hay en la capacidad humana del lenguaje que permita hablar de continuidad evolutiva y qué hay que sugiera un salto cualitativo. Nos remitiremos para ello a tres tipos de pruebas –las paleontológicas, las de genética comparada y las de ‘comparación funcional sincrónica’– que repasaremos muy brevemente a continuación.

Con respecto a los datos paleontológicos, lo primero que conviene anotar es que constituyen un fuente informativa muy limitada, y en todo caso indirecta, del desarrollo evolutivo del lenguaje; y ello, por razones obvias que tienen que ver con la no existencia de restos propiamente dichos ni del lenguaje (hablado, en su forma original) ni del órgano del lenguaje (el cerebro). Ni uno ni otro fosilizan, y tanto uno como otro constituyen material efímero y evanescente. A pesar de ello, las inferencias a partir de los restos paleontológicos permiten considerar a los primates homínidos como una división reciente en la evolución animal, que comparte un antepasado común con los primates no-homínidos (póngidos) de hace entre 7,5 y 10 millones de años (tan sólo un 5% del tiempo en que aparecieron los primeros mamíferos); hasta hace unos 4,5 millones de años no tenemos noticia de un antepasado más directo como el ‘austrolopitecus africanus’, hace unos 1,5-2 millones de años en que se puede datar la aparición de ‘homo habilis‘ y ‘homo erectus’, ya con una capacidad craneana de unos 1.000 cm3, y así hasta llegar a los primeros ‘homo sapiens’ (neandertales y denisovanos) de en torno a los 150.000 años y el ‘homo sapiens sapiens’ (Cro-Magnon) de hace no más de 70.000 años y que puede considerarse como nuestro más plausible hermano mayor, desde el que no parece que se hayan producido cambios cruciales hasta el momento actual. Es por tanto la nuestra una especie muy reciente en el desarrollo evolutivo, con rasgos propios que no se manifiestan en sus antepasados y que se han mantenido relativamente estables en su historia posterior. Parece, por consiguiente, que la capacidad del lenguaje, al menos con toda su potencialidad actual, va asociada a la aparición y desarrollo del ‘homo sapiens sapiens’. De haber existido antes, aunque fuera de forma rudimentaria, resultaría extraño que no hubiera tenido ningún efecto contrastable en la vida de sus antepasados; del mismo modo que, de no haberse dado una capacidad lingüística en el Cro-Magnon básicamente similar a la nuestra, sería difícil dar cuenta de sus logros culturales, técnicos, sociales y artísticos, así como del ritmo vertiginoso al que se produjeron.

Los datos de la genética comparada más relevantes nos indican que en torno al 98% de nuestras proteínas son las mismas que las de nuestros parientes más próximos (chimpancés y gorilas) y que, por el método de hibridación del ADN, las diferencias en la secuencia de nucleótidos sólo son del 1,1% (36). La cuestión está en que, al no tener todavía una idea clara de cuál es la base genética del lenguaje (probablemente formada, más que por un único gen, por un conjunto de genes en interacción), no podemos descartar la posibilidad de que esas pequeñas diferencias tengan, sin embargo, un fuerte peso en la determinación de aquellos rasgos, como el lenguaje, que más nos distinguen de las especies más cercanas. En cualquier caso, un aspecto crucial a la hora de establecer las bases genéticas del lenguaje es el de avanzar en el conocimiento de los factores implicados en el desarrollo del órgano del lenguaje, es decir, de los centros y vías neuronales que lo conforman (ya descritos en el apartado correspondiente). Dentro de lo poco que se sabe todavía de ello, y como hemos sugerido más arriba, parece haber una diferencia notable en cuanto al tiempo evolutivo que podría asignarse al sustrato neurológico de los distintos componentes de la FL, con una antigüedad mucho mayor para el componente S-M, respecto al cual se dan más similitudes entre la faceta externalizadora del habla humana y las estructuras responsables del aprendizaje auditivo-vocal en especies tan lejanas filogenéticamente como las aves canoras (pinzones, estorninos, cuervos, etc.). En este mismo sentido, es interesante advertir que hasta el famoso gen FOXP2, al que se atribuía inicialmente un papel principal en el lenguaje y el habla –por el descubrimiento de una mutación del mismo en una familia con problemas de lenguaje y habla (37)–, se ha terminado asociando más a los aspectos sensorio-motores del habla que al lenguaje en sentido estricto; y así se entiende, primero, que sea compartido por otras especies animales emisoras de sonidos (primates no-humanos, ratones, aves y peces) y segundo, que, al presentar múltiples variantes, tenga un papel más bien regulador de la acción de otros genes. Con respecto al componente central (sintáctico) y al componente C/I del lenguaje humano, la evidencia procedente de la genética comparada sigue siendo demasiado escasa como para encontrar alguna afinidad en la escala evolutiva.

Ante las dificultades y limitaciones que presentan los datos paleontológicos y de la genética comparada para llegar a conclusiones fiables acerca de la aparición y desarrollo del lenguaje humano, podemos recurrir a los datos de la comparación funcional sincrónica, que llamamos así por referencia a las capacidades de las especies actuales más próximas a la nuestra. Se trata en definitiva de preguntarse hasta qué punto los simios hominoideos (chimpancé, gorila, orangután, bonobo), nuestros parientes vivos más cercanos, son capaces de adquirir algo parecido al lenguaje humano. La relevancia de la pregunta para el tema que nos ocupa consiste en que si la respuesta fuera afirmativa, se vería favorecida la hipótesis gradualista, mientras que si fuera negativa, se vería apoyada la hipótesis de la discontinuidad evolutiva.

Los esfuerzos en la investigación de la presumible capacidad lingüística de los simios han sido intensos y prolongados, limitándonos aquí a recordar los casos más famosos con una brevísima descripción de cada uno de ellos. Empezando por la chimpancé Viki, criada en un entorno doméstico natural y expuesta a la comunicación verbal (en inglés) por vía auditiva-oral con el matrimonio Hayes hasta que cumplió seis años (38,39); después vino la chimpancé Washoe, que fue entrenada en el uso de una lengua de signos (ASL) mediante una exposición masiva a la misma, con ejercicios de moldeado y programas de refuerzo, durante cuatro años (40); también se usó la comunicación por ASL con la gorila Koko durante cerca de tres años de intensivo entrenamiento (41) y con el chimpancé bautizado Nim Chimpsky (?) durante cuatro años de entrenamiento (42). Otras formas de adiestramiento, en condiciones de mayor control experimental, fueron ensayadas con la chimpancé Sarah y ‘su pandilla’ (de otros 8 chimpancés más), con los que se utilizó un sistema de fichas que representaban arbitrariamente distintos ítems léxicos (43), así como con la chimpancé Lana, o el bonobo Kanzi, a los que se adiestró en el manejo de un teclado especial de ordenador cuyas teclas representaban distintos ítems léxicos según un código de formas y colores (44, 45).

Los resultados de todos estos intentos de enseñar lenguaje a los simios quedan bien resumidos en la conclusión a la que llegan los Premack al final de su investigación con Sarah y ‘su pandilla’ (43): “No existe el menor indicio de que en el chimpancé aparezca algún tipo de apreciación sistemática de las distinciones gramaticales. Aunque sí hay indicios de que estos animales son capaces de hacer distinciones semánticas, las distinciones sintácticas se encuentran fuera de las capacidades del chimpancé” (p. 144). Así pues, es esta toda una línea de investigación que, efectivamente, nos permite constatar la existencia de capacidades cognitivas, incluso de carácter simbólico, en otras especies animales, a la vez que también nos muestra la ausencia de toda capacidad sintáctica –el núcleo de la FL– y, por lo mismo, de su supuesta interconexión con la capacidad semántica. Además, todo lo poco que llegan a aprender estos animales, relacionado con el lenguaje, se produce de forma artificial y en nada parecida a la del lenguaje humano, y ni siquiera parecida a la forma natural en que se produce el aprendizaje auditivo-vocal de los pájaros.

5. observaciones finales

Tras esta ya dilatada exploración por el territorio del lenguaje humano –tratando de indagar acerca de su naturaleza, origen y desarrollo–, los distintos tipos de datos examinados nos invitan a extraer las siguientes conclusiones:

a) Además de las propiedades expuestas al principio (arbitrariedad, simbolismo, compositividad, productividad y sistematicidad), el lenguaje humano se caracteriza por ser, ante todo, una capacidad natural, especializada y específica de nuestra especie. Capacidad natural, por estar condicionada biológicamente y formar parte de nuestro equipamiento congénito, con un órgano configurado por determinadas áreas y circuitos cerebrales. Capacidad especializada, por mostrar rasgos propios y un funcionamiento relativamente autónomo respecto a otros componentes de nuestra arquitectura cognitiva; en este sentido, se puede decir que muestra un alto índice de modularidad, respaldada ésta por la relativa especialización de las estructuras neuronales subyacentes. Y capacidad específica de nuestra especie, por aparecer como una auténtica novedad evolutiva mediante lo que, a todas luces, supone un salto cualitativo relativamente súbito en la escala temporal de la evolución. Es lo que, de forma tan sugerente, ha referido Steven Pinker (18) bajo el epígrafe de “El instinto del lenguaje”, que además de dar nombre a una de sus obras más conocidas sirve para entender mejor los fundamentos por los que esta capacidad nos hace humanos.

b) En relación con lo anterior, sorprende a primera vista que una capacidad basada en el manejo de la arbitrariedad –que, como vimos, supone una relación no natural entre significante y significado– resulte ser una capacidad natural, tal como la acabamos de describir. Es lo que podríamos considerar como ‘la paradoja de la arbitrariedad’, pero que se disuelve al corroborar que, efectivamente, una cosa es que la relación simbólica sea arbitraria (no natural) y otra que el establecimiento de este tipo de relación dependa de una capacidad natural, como es la del lenguaje, por la que dicha arbitrariedad está sujeta a determinadas constricciones (las impuestas por la gramática). Es precisamente por esto por lo que no cualquier lenguaje (o gramática) lógicamente posible tiene por qué formar parte del conjunto de posibles lenguas humanas, del mismo modo que no cualquier combinación posible de elementos léxicos de una lengua tiene por qué constituir una expresión válida (o aceptable) en dicha lengua; y ello, sin menoscabo de que el número de expresiones válidas siga siendo potencialmente infinito. Es lo que, de forma bien expresiva, trata de transmitir el lingüista italiano Andrea Moro (46) en su influyente libro The boundaries of Babel, con el oportuno subtítulo que lo acompaña: “The brain and the enigma of impossible languages”.

c) Por lo que respecta al desarrollo ontogenético, el hecho de que el infante humano aprenda su primera lengua (L) como la aprende, permite que confluyan los tres niveles de explicación que hemos considerado pertinentes en este trabajo, y así contribuyan conjuntamente a resolver el puzzle sobre la aprendibilidad del lenguaje que ya planteó Pinker (47) en términos parecidos a estos: ¿cómo tiene que ser L para que la pueda aprender un niño y cómo tiene que ser el niño para que pueda aprender L? Al considerar como problema la adquisición del lenguaje y preguntarnos qué se aprende y cómo se aprende, estamos en realidad proyectando en el contexto del desarrollo los tres tipos de cuestiones que formulábamos en el apartado 2 y que nos sirvieron entonces para identificar los tres niveles de explicación que representan la lingüística (generativa), la psicolingüística y la neuro(bio)lingüística. Y así es como hemos podido concluir resaltando el asombroso logro evolutivo que supone la adquisición del lenguaje, difícilmente explicable sin recurrir a una capacidad natural (implementada neurobiológicamente), que opera “desde dentro” (computacionalmente) sobre los datos proporcionados por el medio externo, y que está sujeta, como otras capacidades naturales, a un proceso de maduración que se desarrolla en el tiempo, con picos de más efectividad en un determinado periodo crítico que llega como mucho hasta la pubertad en el caso del lenguaje.

d) Por lo que respecta al desarrollo filogenético, las noticias no son tan alentadoras, primero, por las dificultades que entraña la investigación sobre el origen del lenguaje, y segundo, por la falta de resultados decisivos a favor de un relato concreto; un relato en el que se tuvieran en cuenta los factores de desarrollo asociados a los eventuales cambios genéticos, neurobiológicos y conductuales o de manifestación de la capacidad. La disección de esta capacidad en tres componentes (la FL en sentido estricto, el interfaz C/I y el interfaz S-M) ha sido cuanto menos de utilidad para rebajar la carga explicativa de la teoría evolucionista, al poder distinguir entre aquellos aspectos del lenguaje (FL en sentido amplio) en los que es más plausible una continuidad evolutiva con otras especies, como por ejemplo el componente S-M de la externalización y la comunicación, y aquellos otros aspectos en que parece más plausible hablar de un genuino salto cualitativo en la evolución, como por ejemplo el componente central (sintáctico) y, en cierta medida, el componente C/I como fuente interna de los significados y del repertorio intencional. Por los distintos tipos de datos analizados (paleontológicos, de genética comparada y de comparación funcional sincrónica), y al menos en lo que respecta al componente central (FL en sentido estricto), todo parece indicar que su aparición en la historia evolutiva puede considerarse como una auténtica novedad, fruto quizá del azar y la necesidad de los que hablaba Jacques Monod (48). Respecto a dicho rasgo tan propio del ser humano, podríamos terminar esta exposición con aquello de que si no se encuentra el eslabón perdido, ¿no será acaso porque no ha existido?

AGRADECIMIENTOS

Quiero expresar mi sincero agradecimiento al Profesor Enrique Blázquez, por su invitación a impartir la conferencia inaugural del Curso “Aspectos moleculares y fisiopatológicos del lenguaje humano” en la Real Academia Nacional de Medicina de España (23 de mayo de 2018), en que se basa este artículo, así como por sus comentarios y sugerencias sobre el mismo. También quiero agradecer a José Manuel Gavilán y Paloma Sánchez-Casas su colaboración en la preparación de las figuras que acompañan al artículo.

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DECLARACIÓN DE TRANSPARENCIA

El autor/a de este artículo declara no tener ningún tipo de conflicto de intereses respecto a lo expuesto en la presente revisión.

Autor para la correspondencia
José E. García-Albea
Real Academia Nacional de Medicina de España
C/ Arrieta, 12 · 28013 Madrid
Tlf.: +34 91 159 47 34 | Email de correspondencia
Anales RANM
Año 2018 · 135 (02) · Supl 01 · páginas 9 a 21
Enviado*: 23.05.18
Revisado: 30.05.18
Aceptado: 25.06.18
* Fecha de lectura en la RANM